JORGE ABBONDANZA
El autor de esta nota ha estado viendo cine durante tantísimos años que ya demora un rato en comparar lo que veía hace cinco décadas con lo que ve en la actualidad. Manejando esos puntos de referencia entre pasado y presente, se le ocurrió que podía tener interés una breve reflexión sobre lo que antes se consideraba una gran actuación y lo que hoy suele ubicarse en ese mismo nivel, que no es lo mismo. Antes se privilegiaban los alardes de los divos, que eran espectaculares y podían consistir en algunos desplantes de Charles Laughton (La familia Barrett, La vida privada de Enrique VIII) o en los amaneramientos de Bette Davis, por nombrar a dos monstruos sagrados.
La televisión por cable programó en estos días Amarga victoria, donde la Davis moría de un tumor cerebral. Ese dramón filmado en 1939 contiene uno de los trabajos desaforados de la actriz, que se excedía de gestos, miradas centelleantes y movimientos bruscos, demostrando que el director no había tenido la menor influencia sobre su todopoderoso estrellato en los estudios Warner. Pero en la época, aquella actuación podía confundirse con intensidad, quizá porque en una etapa incipiente del sonoro en cine -como era el final de los años 30- ciertas exhibiciones de temperamento se consideraban muestras de calidad interpretativa. Todo era más exterior y más visible.
Ahora en cambio es notable cómo esa calidad ha ido afinándose a través de los años hasta dejar atrás aquellas afectaciones y optar en cambio por sutilezas que tienen una carga interior, lo cual se refleja delicadamente a través de miradas o gestos casi impalpables de los actores. Entonces la relación que se establece entre esos talentos y la atención del espectador es un mecanismo mucho más tenue, más pendiente de matices y leves efectos. Por eso en alguna nota anterior se hizo referencia al estupendo promedio de calidad en el elenco de El secreto de tus ojos, una película argentina que está en cartel en Montevideo y que demuestra cuál puede ser el resultado de un acuerdo de sensibilidades entre un realizador y sus intérpretes.
Antiguamente, el efectismo de las actuaciones importaba más. Cuando la censura de Hollywood cortó escenas de La familia Barrett para que no se notara la inclinación incestuosa de Charles Laughton por su hija Norma Shearer, el gran actor inglés declaró: "Sí, hubo cortes. Pero no pudieron borrar el fulgor de mis miradas". Quien haya visto a Laughton en cine (la televisión ofreció últimamente Testigo de cargo) conoce el estilo aparatoso y el fulgor de las miradas que fueron su sello en dramas y comedias. Medio siglo después, lo que hacen hoy Erland Josephson o Vanessa Redgrave, por ejemplo, pertenece a un territorio de finezas expresivas frente al cual los despliegues de antes pueden resultar truculentos. El hecho de comparar una época con otra es uno de los servicios que la veteranía de un crítico le presta a espectadores jóvenes, cuya mirada también puede afinarse a medida que pasan los años.