Una semana en Cuarenta Semanas

| Una periodista visitó siete días el barrio Cuarenta Semanas, donde los balazos no llaman la atención y los niños corren con garrafas de 13 kilos en sus espaldas.

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Nausícaa Palomeque

El marido de Marisol Rodríguez está preso en Santiago Vázquez por hurto. Un domingo, mientras hacía la cola para visitarlo, conversó con una mujer que visitaba a su hermano. A la vuelta, ambas se subieron al mismo ómnibus. Entonces se dieron cuenta que venían del mismo barrio: Cuarenta Semanas.

"Mal o bien, tu padre o tu hermano está o estuvo preso, no hay nadie que zafe por mucho tiempo en las Cuarenta", como le dicen popularmente al barrio, explica Rodríguez.

En Pedro Fuentes, una calle de Cuarenta Semanas que tiene sólo dos cuadras, tienen domicilio siete delincuentes que hoy están presos. Lo mismo ocurre con Charcot, de la que provienen otros seis delincuentes encarcelados, según datos del Instituto Nacional de Criminología, Inacri.

Es difícil precisar cuántos presos provienen de Cuarenta Semanas, porque la población del barrio es flotante: muchos se esconden en el barrio por algún tiempo y se van. Además, hay muchas calles y pasajes sin nombre y sin numeración, explicó el director del Inacri, Edilberto Duarte.

Los tiroteos, las puñaladas y las peleas a golpes son comunes en "las Cuarenta". Se denuncian tres hechos de sangre por semana, por riñas con cuchillos o armas de fuego. Hurto, rapiña y violencia doméstica son los delitos que se reportan más seguido, pero se sabe que son muchos más los que no se denuncian, explicaron en la seccional que cubre la zona, la octava.

Un día en las Cuarenta

El ómnibus 522 para en Propios y el arroyo Miguelete. Atrás quedan los árboles y la pulcritud del Prado y Aires Puros, atrás los edificios altos, las casas lindas y las veredas. Atrás los policías, los cobradores de UTE y OSE: ninguno llega hasta Cuarenta Semanas, uno de los barrios más marginados de Montevideo.

Se conoce como Cuarenta Semanas —también como barrio Lavalleja— a la zona ubicada entre avenida de las Instrucciones, bulevar José Batlle y Ordóñez (ex Propios), Aparicio Saravia y el arroyo Miguelete. Allí viven cerca de 4.000 personas.

En los contornos del barrio, sobre Propios y Behering, se ubican tres complejos de viviendas —llamados Aquiles Lanza, Jardines de Behering y Aparicio Saravia—, una cooperativa de viviendas de discapacitados y otra que construyeron algunos vecinos de los asentamientos. El complejo Jardines de Behering es el núcleo original del barrio.

Son viviendas sencillas: casas de bloques con techo de zinc, jardines prolijamente cuidados y rodeados con alambres, calles de asfalto. Entreveradas, hay algunas viviendas más lindas escondidas tras enormes rejas. En el centro comunal 13 dijeron que, en general, en esta zona viven personas de clase media y baja: feriantes, obreros, policías, bomberos, empleadas domésticas y jubilados.

La mayor preocupación de estos vecinos es la seguridad, muchos se sienten amenazados por la gente que vive más adentro, en el corazón de "las Cuarenta", en los asentamientos. "Tengo miedo que me peguen, este barrio es bravísimo. En la esquina me apuntaron con un revólver y me pegaron una piña, eran dos gurises que querían mi billetera", dijo Angelino Píriz, un policía jubilado de 62 años.

Su mujer, Lidia Píriz, reza todos los días antes de salir a trabajar. "Me encomiendo a Dios para que me cuide, esto es tierra de nadie. Me robaron la bicicleta, la ropa de la cuerda, las plantas, hasta un pajarito que tenía en una jaula. Una vez una chiquilina me pidió para pasar al baño y se llevó el shampoo. Tenemos miedo de denunciar, además, la policía no hace nada, no se meten adentro; los chorros se meten en las callecitas y se pierden, nadie los agarra".

Los asentamientos son conocidos como San Antonio y La Costanera. Son rancheríos de chapas amontonados con los techos llenos de piedras para que no se vuelen los pedazos, terrenos baldíos, restos de casas, caminos de apenas dos o tres metros de ancho, llenos de pozos, barro y basura. Por ellos suben y bajan sus habitantes, perdiéndose en recovecos donde sólo se puede entrar caminando. Huele a podrido y el aire está lleno de polvo.

Los cables atraviesan las calles de una columna a la otra, la mayoría de las casas tienen conexión irregular. En Cuarenta Semanas todos tienen luz y agua, pero nadie paga.

Asustados por los tiroteos, los robos, las peleas y las lluvias de piedras, los funcionarios de los servicios públicos se alejaron del barrio. Muchos ya ni se animan a entrar a la zona más "caliente" de "las Cuarenta".

Son las seis de la tarde, desde Propios se escuchan tres tiros. Al rato, por un costado de un ranchito sale corriendo un muchacho con una garrafa de 13 kilos sobre el hombro. Corre tan rápido que se cae, pero se levanta, vuelve a agarrar la garrafa que es el doble de grande que su espalda y sale disparando para desaparecer por los pasajes que bordean el arroyo Miguelete.

"Hay chorros que son bien porque roban afuera del barrio. Lo que está mal es robarle a tu vecino, que lo conocés de años", reflexiona Michael, de 17 años.

En la Costanera del Miguelete nadie se sorprende de los tiroteos y los robos. La gente mira, sonríe y sigue en lo suyo. Un grupo de jóvenes sigue compartiendo una caja de vino. Otros, sentados afuera de un rancho toman mate y escuchan cumbias a todo volumen. Unos niños continúan jugando a la pelota y una señora sigue ofreciendo pasteles y tortas fritas por unas monedas.

Los problemas con delincuentes, las discusiones familiares, los conflictos entre vecinos: todo parece resolverse con violencia y al margen de la ley. La Policía casi nunca interviene y ninguno de los entrevistados confía en ella.

"Nos tienen miedo", dice un vecino. "Se resignaron", agrega otro. "No los dejamos entrar", dice una mujer. "Los corremos a tiros, les tiramos piedras. Los mismos gurises se acostumbran a eso, se les cuelgan, les arrancan los espejos de los autos. Acá todos sabemos quién es el enemigo", concluye.

Algunos policías reconocen esa hostilidad: "Los patrulleros siempre salen apedreados, los delincuentes se cubren entre ellos, te atacan y le dan tiempo a los otros para que huyan. Por eso, sólo patrullan la periferia de la zona: Propios, Instrucciones, camino Silva y Aparicio Saravia", dijo un alto oficial de la seccional octava. Y agregó: "Salvo que haya una denuncia, allí no se mete nadie. No te vas a ir a meter a alborotar las avispas en medio del avispero".

En ese "avispero" la gente vive desamparada. "Son las 12 de la noche y te están saltando por el tejido. No podés dormir tranquilo. Hace poco unos malandros cruzaron por mi casa, mi abuelo les dijo que no pasaran y después vinieron con unos revólveres y empezaron a pegar tiros y tiros y rompieron todos los vidrios y todo lo demás. Cuando escuché ‘vamos a matar al viejo’, abrí la puerta de atrás y salí corriendo para la casa de mi tío que vive en el fondo y me escondí debajo de la cama. ¡Más bien que me asusté! Me puse a llorar", dijo Leonardo, de 16 años.

Una marca en el costado del ojo derecho de Luisa Díaz confirma que el barrio es peligroso: "Estaba correteando y por chusmear me dieron un balazo. Acá te tiran por nada", explicó.

Díaz no es la única con "marcas de guerra", como dice Javier García, de 25 años, que tiene varias cicatrices en los brazos, originadas en peleas con vecinos y con su mujer. Su vecina, Karina, también las tiene: con orgullo muestra un corte en la mejilla que su cuñada le hizo la noche pasada con una navaja, acusándola de haber delatado a su hermano preso.

Luisa Díaz se queja de la discriminación: "Soy pobre, pero no robo. Pero roban en el Cerrito y son las Cuarenta; roban en Propios, son las Cuarenta, roban en el Borro y son las Cuarenta, siempre somos nosotros". Ella sobrevive como hurgadora: "saco unos 300 pesos por semana. Con eso la voy tirando".

Pero Díaz no puede negar que, en el barrio, la delincuencia se ve por todas partes. En el basural del arroyo Miguelete hay seis autos quemados. Con algunas de sus chapas, un grupo de niños atraviesa la Costanera y, a pocos metros, una chiquilina quema unas llantas y una cartera.

"Acá viven muchas personas de la venta de autos. Los roban, los desarman, venden los motores por encargo a unos 6.000, 8.000 pesos. Aparte de eso, venden las ruedas, las butacas y las puertas en la feria. Después queman lo que queda por las huellas, le tiran una bolsa con nafta y el coche arde en cinco segundos. Y si llega a venir la policía, no saben ni de qué color era. Lo sabe todo el barrio, pero nadie dice nada", dijo la esposa de un joven que vive de eso y prefirió no decir su nombre.

Según explicó, los modelos que se roban con más frecuencia son los Fiat Uno y los Volkswagen con motor diesel. La mayoría son hurtados en Parque Posadas, por ser un barrio grande y con poca vigilancia. "Antes era Pocitos, pero con los porteros y los patrullajes está más difícil", agregó.

Championes, ropa, toallas, sábanas, medicamentos, relojes, discos: todo se puede conseguir en Cuarenta Semanas con 50 pesos. Por todas partes los jóvenes deambulan y golpean puerta por puerta ofreciendo la mercadería, que robaron de la cuerda de algún vecino o de su propia casa.

Cruzando el basural, un muchacho detiene a todo el que pasa para ofrecer un pantalón deportivo por 60 pesos, por 50 o por lo que sea. Está muy flaco y sucio, camina con la cabeza gacha y arrastra las piernas. Casi no habla, parece un zombi.

"¿Vecina, tenés un cigarro?, ¿tenés unas chapas?", pregunta otro, pidiendo dinero y mirando de arriba abajo a su interlocutora.

Tirada contra un muro, una joven no quiere hablar porque está deprimida. Es adicta y hace dos días que no consume pasta base y además no puede ver a su hija. Dice que su madre no la aguantó más, la echó de la casa y le sacó la cédula para que no la venda. Por una cédula pagan 150 pesos en el barrio, explica.

En Cuarenta Semanas abundan las "bocas", como se llama a los lugares donde se vende droga. Todos las conocen y las señalan. En una de ellas, una casita sencilla del complejo de viviendas, en un lapso de media hora, de madrugada, llegan, entran y rápidamente salen 15 jóvenes.

Para la asistente social Nair Moreira, el aumento de la delincuencia en el barrio se relaciona con el aumento del consumo de droga, en especial la pasta base.

"Este año aumentó muchísimo su consumo y está haciendo estragos. Le sacan la leche a los chiquilines para venderla y conseguir droga. Lo peor de todo es que no tenés recursos. Golpeás puertas y nadie te abre," dijo la asistente.

Según Moreira, el Estado no tiene ninguna política para tratar a estos adictos. A lo sumo, dijo, en el hospital Vilardebó los medican y los mandan de vuelta para la casa.

Para la asistente social, el aumento en el consumo de droga se explica por la pobreza del barrio, la falta de trabajo y de expectativas.

La situación es tan dramática que este año tres jóvenes adictos a la pasta base se suicidaron en Cuarenta Semanas, dijo Moreira y concluyó: "No salen de acá y no ven más allá de acá. En otra época, cuando había un poco más de trabajo, por lo menos salían. Tener un empleo les daba la posibilidad de ver otra cosa. Pero ahora esto se convirtió en un pozo de marginación del que no sale nadie".

En ese pozo las familias pobres se multiplican y los hijos van construyendo piezas junto a los ranchos de los padres. La familia Fernández es ejemplar de esto. Josefina Fernández es conocida en el barrio por la cantidad de descendientes que tiene. Con 86 años, tiene siete hijos vivos, 56 nietos, 117 bisnietos y ocho tataranietos. La mayoría vive en el barrio.

Además, Moreira explicó que el bajo nivel educativo de la zona es alarmante. La mayoría de los habitantes apenas terminó primaria: "tienen un nivel de comprensión muy limitado. Tenemos niños con problemas de lenguaje, porque las madres no los estimulan, porque casi no hablan".

Zulema García vive en Cuarenta Semanas desde hace unos 30 años, pero no puede precisarlo porque no sabe ni leer ni escribir y se pierde con los números. Por eso tampoco sabe bien cuántos años tiene.

Dos temas

De noche, la gente parece más reacia a los extraños: se asoman por las cortinas de las puertas, miran de arriba abajo, no saludan ni quieren conversar. Salvo uno, que se acerca.

"¿Vos también te drogás? Tendrías que sacarte los lentes, teñirte el pelo de amarillo y usar una campera Alfa, si no, parecés una doctora", indica un muchacho del barrio dando las pautas para que una mujer ingrese de noche a Cuarenta Semanas.

Él hará de guía en el barrio durante una de las visitas. Exaltado, habla de droga y delincuencia, ningún otro asunto le interesa.

Sólo están iluminadas las calles principales. Adentro, en medio de las callecitas y los pasajes, hay muy poca luz: la de algún ranchito, sobre todo de algún almacén familiar que parece funcionar más de noche que de día.

Vino, cerveza, cigarros sueltos, es lo que se vende, según indican las cajas de cartón que se amontonan afuera de varios ranchos. En uno de ellos se reúnen varios jóvenes. Golpean la puerta, la dueña de casa se asoma a la ventana, y luego sale con la botella de plástico con vino.

En una esquina dos muchachos se pelean. Uno le pega al otro con un fierro con unas cadenas, el otro se defiende con unas piedras. Nadie se mete. "Es la realidad de la vida, si un tipo me anda buscando, si se la puedo dar primero, se la voy a dar", explica el joven guía.

A pocos metros, una niña arrastra una bicicleta junto con varios cartones y objetos inservibles. Se mete en un patio que está lleno de bolsas de dos metros de alto. Son los "cambalaches", como les dicen a los que compran basura: ropa, cartones, huesos, latas.

Un intenso olor a marihuana llega desde allí. Son dos muchachos recostados contra un muro, que están fumando. Cerca de ellos, tirado en el piso, otro duerme descalzo y una muchacha pasa rapidísimo mirando el piso. Se para, inquieta, gira y vuelve a caminar. "Fuman a cara de perro y se ponen como locos", explica un joven del barrio.

Desde Cuarenta Semanas se ve la iglesia del Cerrito de la Victoria. Cerca de las once de la noche, los fuegos artificiales la iluminan, y las bombas y cañitas voladoras rompen el silencio. Nadie sabe por qué, nadie sabe que está jugando la selección de Uruguay contra la de Paraguay en el estadio Centenario. A nadie le interesa.

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