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Retrato de la Argentina en shock, entre la manija y el odio: crónica desde Plaza de Mayo a Recoleta

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El peronismo se moviliza en repudio por el intento de magnicidio contra la vicepresidenta. Foto: LA NACIÓN / GDA
Marcha por Cristina Kirchner, movilizacion a Plaza de Mayo tras el ataque El peronismo se moviliza en repudio por el intento de magnicidio contra la vicepresidenta
Ricardo Pristupluk/

TRAS EL INTENTO DE ASESINATO

El relato de un periodista que, tras la marcha multitudinaria, termina frente a la casa de la Cristina, entre una treintena de militantes tomando cerveza y las guardias de los canales.

El peronismo se moviliza en repudio por el intento de magnicidio contra la vicepresidenta. Foto: LA NACIÓN / GDA

Tiene un límite, también, abrirse camino entre la multitud y acá, en la Plaza de Mayo, ahora, a las cinco de la tarde de este viernes 3 de septiembre, hay medio millón de personas, según el conteo oficial; o cientos de miles, según lo que cualquiera que haya venido puede ver. Avancé lo que pude buscando la hendija por donde pasar primero el brazo, después el hombro, después la cadera, después las piernas. Pero bueno, estoy a unos treinta metros del escenario y ya no es posible acercarse un paso más.

En menor escala, viví esta misma congestión de los cuerpos el sábado 27 de agosto en el barrio de Recoleta, cuando la militancia peronista derribó las vallas de la policía porteña y llegó hasta la puerta de Juncal 1411, donde vive Cristina Fernández de Kirchner. Antes de que ella saliera a bajar la fiebre de la manifestación, a decirle a su gente que ya podía ir a descansar, quise mirarme los pies y no pude. Comprendí entonces la densidad de la masa que me envolvía. Anoche, frente a esa puerta, un hombre gatilló una pistola en la misma cara de la vicepresidenta. La pistola estaba cargada. La bala no salió. Ahora, una marea de personas colma la plaza y canta sus rimas. Yo quiero mirarme los pies, no puedo.

Llamamos excepcional a lo que carece de permanencia. La naturaleza misma de la excepción está hecha de una condición episódica. La Argentina, sin embargo, vive momentos excepcionales todo el tiempo: en la Argentina, la excepción es una constante. De ese oxímoron sufrido está hecho el presente demencial de este país. Suena rock argentino mientras esperamos que el escenario se pueble y un verso de La Renga se recorta del resto en el aire compartido, como atrapando el momento político mejor que ningún otro: en qué lugar habrá consuelo para mi locura.

Cuando venía, unas cuadras antes de llegar a la plaza, vi un mantero que vendía banderas argentinas: a 1.500 pesos la grande, a 800 la mediana, a 400 las banderitas. Y un peso argentino son 15 centésimos uruguayos. También tenía, echado sobre su paño en el pavimento, barbijos con el sol en el centro, gorros tejidos en lana celeste y lana blanca, pañuelos a los que podríamos llamar patrios. Una infrecuencia, una novedad, el mantero este en un movilización del peronismo kirchnerista, donde lo que suele ofertarse son remeras con la cara de Cristina, de Néstor, de Eva, de Perón, de Lula, de Evo, de la Patria Grande. Algo de la exhalación neutral de ese mantero se verifica entre el gentío: hay cantidad pero sin desafuero; hay profusión pero sin el sobregiro de la euforia. El peronismo y la Argentina se parecen porque comparten una misma hoguera de las pasiones. Acá son muchos, muchísimos. Y sin embargo están tranquilos, tranquilísimos. No es día de hogueras.

Por supuesto que la militancia canta sus cosas: la rima es el verdadero percutor porque la versificación de la tribuna es lo que tramita el mensaje. Ocurre en cualquier agrupación política, pero ocurre especialmente en el peronismo. El último clásico ingresado al cancionero permanente dice:

Ya de bebé / En mi casa había una foto de Perón en la cocina / Y ahora de grande / Unidos y organizados junto a Néstor y Cristina

El cupo de género está representado en: 

Cuánto les falta para entender / Que no fue magia, nos conduce una mujer

Y la canción del momento, la que expresa el nervio de la coyuntura, nacida al calor de la causa judicial Vialidad después de que la fiscalía pidiera 12 años de prisión para la vicepresidenta, es:

Che gorila, che gorila / No te lo decimos más / Si la tocan a Cristina / Qué quilombo se va armar

Bueno, podría interpretarse que gatillarle una Bersa calibre 32 con cinco balas en el cargador es haberla tocado. De hecho, circula por ahí un cartel que dice: ya la tocaron. Pero no había balas en la recámara del arma, el disparo no salió, Cristina sigue viva y entonces el cantito también.

Unos minutos antes de las seis de la tarde, salen finalmente al escenario montado delante de la Casa Rosada las personas que vinimos a escuchar.
Allá adelante, las banderas de las agrupaciones obturan la mirada. Entonces nace, otra vez, el canto para darle fuerza al pedido: que bajen las banderas, no las simbólicas sino las materiales, los trapos que flamean en el alto de las cañas, porque queremos ver quiénes están ahí.

Y están ahí: Taty Almeida, línea fundadora de las Madres de Plaza de Mayo, junto a Estela de Carlotto, presidenta de la Asociación Abuelas de Plaza de Mayo. Entre ambas forman un ancho capital de respaldo que se presenta como una reserva de la historia reciente. Todo lo que se diga, se dirá con ellas allí.

Al lado, el gobernador Axel Kicillof, cuadro estelar del cristinismo duro. Sergio Massa, crucial superministro de Economía que llegó para evitar una inflación del 100%. Héctor Daer, integrante del triunvirato que conduce esa criatura emocional del formidable museo peronista conocida como la Confederación General del Trabajo, la Cegeté. Y Andrés Larroque, el Cuervo.

El proyecto político de Néstor y Cristina Kirchner parió en sus comienzos a dos grandes organizaciones hermanas: el Movimiento Evita y La Cámpora. El Movimiento Evita fue un poco la preferida de papá, pero papá murió en el 2010. Y últimamente, Cristina se mostró dura con esa hija huérfana de padre. Sería inconcebible que lo fuera con La Cámpora, por ejemplo, de la que el Cuervo Larroque es el conductor.

Al frente de todos ellos, con unas hojas en la mano, Alejandra Darín, hermana de Ricardo y presidenta de la Asociación Argentina de Actores, se acerca al micrófono y se dispone a leer. Somos escuchados, allá adelante, y los trapos que flameaban en el alto de las cañas ya no lo hacen. Podemos ver y nos disponemos a escuchar.

“Frente al intento de asesinato de la principal dirigente política del país…”

En ningún caso, y frente a ninguna subjetividad política, simpatía o preferencia, deja de ser estremecedor escuchar, envuelto en medio millón de personas, esa línea que abre un tajo sobre el lienzo de la sociedad argentina: intento de asesinato. Un filo de estupor te baja por la espalda cuando esas tres palabras te dejan otra vez delante de lo que ha ocurrido. Lo que ha ocurrido: las narrativas de la incandescente confrontación argentina dejaron de ser narrativas y se hicieron arma de fuego, con una bala que no salió, pero que fue gatillada.

Sigue Darín:

“Nadie que defienda la República puede permanecer en silencio o anteponer sus diferencias ideológicas al repudio unánime que esta acción depara”.

Hay una gravedad de la respiración colectiva. El documento es breve, pero igualmente llega la primera interrupción cuando Darín dice:

“Debemos contextualizar lo ocurrido anoche contra la vicepresidenta Cristina Kirchner”.

Entonces, frente al hecho drástico de un nombre y un apellido siendo enunciados, algo se honestiza en la militancia y, ya despreocupada de cualquier rima o métrica, hace del canto un mandato directo:

“Presideeeenta, Cristina presideeenta…”.

Sigue Darín:

“Todos hemos visto movilizaciones donde se pasearon por las plazas más importantes de la Capital Federal bolsas mortuorias, ataúdes o guillotinas”

La multitud cambia al estruendo de una silbatina.

“Quienes cedieron minutos de aire a los discursos de odio deberán reflexionar sobre cómo han colaborado para que lleguemos hasta esta situación”

Decenas de miles se movilizaron. Foto: Juan Mabromata / AFP
Decenas de miles se movilizaron hacia Plaza de Mayo. Foto: Juan Mabromata / AFP

La rima vuelve a pedir pista en la tarde de la plaza para decir que tomala vos, que damela a mí, que el que no salta es de Clarín. Se trata, a esta altura, de una conversación entre el documento que es leído y la militancia que lo va comentando mediante la organización del cántico, el salmo urgente de la respuesta. “El pueblo argentino está conmovido”, lee Alejandra Darín y otra vez la certidumbre de la línea es escalofriante. Tanto que saca los ojos del papel, esos ojos transparentes que la naturaleza les dio a los hermanitos Darín, y los pone en la extensión de la multitud para, ya no leer sino simplemente repetir: “El pueblo argentino está conmovido”.

Todavía trago lo que acabo dos veces de escuchar cuando Darín cierra la lectura con una estocada de rabia que quiere volverse esperanza, pero andá saber si somos los argentinos capaces realmente de la esperanza, si somos capaces de cumplir con la línea final que cierra el documento, si somos capaces de hacerla carne y dárnosla:

—El odio, afuera.

Quisiera elegir, y elegiría creer. Pero nos conozco.

Acto en plaza de mayo contra el ataque a Cristina Kirchner. Foto: AFP
El escenario. Foto: AFP

Asesinato en el Senado.

Manija. Estar manija, quedar manija. El habla es anterior al lenguaje, por eso es más real que el lenguaje. El habla es el lenguaje sin legislar. Las sociedades fabrican su comunicación (su habla) para que el sentido viaje limpio, sin pasar por el control migratorio de las policías de la Lengua, pero si ustedes buscan en el diccionario de la RAE cómo quedó esta gente después de que Alejandra Darín cerrara el texto y los organizadores pidieran que desconcentráramos pacíficamente, el diccionario les va a decir que la multitud quedó palanca pequeña para accionar el pestillo de puertas y ventanas. Y no. En Buenos Aires, quedar manija significa quedar con ganas, sediento de algo, insatisfecho de algo, necesitando más.

Dos chicas de unos veinte años, justo a mi lado, piden, casi que suplican:

—¡Pongan la marchita, al menos!

El viernes y el clima acompaña. Se ha decretado feriado. Hasta el fútbol fue suspendido. Hay medio palo de gente disponible en la plaza y de golpe, esto se termina.

Ahí atrás, un grupo del sindicato de curtidores, con las pecheras de la Cegeté, empiezan a pedir un paro nacional. Todos quieren estirar la tarde por algún lado, y nadie sabe bien por dónde.

Descubro por dónde estirar la mía.

Camino por la Avenida Roque Sáenz Peña y cuando llego a la esquina con Teniente General Perón veo que la estatua de Lisandro de la Torre ha sido intervenida. En 1935 hubo un disparo que sí salió, el que hizo el expolicía reconvertido en matón a sueldo Ramón Valdés Cora y con el que asesinó a Enzo Bordabehere. El destino de esa bala era el senador de la Torre, cuya denuncia de corrupción en la industria cárnica había puesto nerviosos a los conservadores. Bordabehere, compañero de bancada, se interpuso en el disparo. Todo ocurrió en la mismísima y honorable Cámara de Senadores. Ahora, en la mano de Lisandro de la Torre, alguien colocó, como un estandarte, recortadas prolijamente en blanco, repitiendo el diseño original, las dos palabras que fueron grabadas en el pecho de la restauración democrática: Nunca Más.

Sigo.

Salgo a la avenida Corrientes. Entro en Las Cuartetas. Si Montevideo tiene la mejor fainá del planeta, Buenos Aires tiene la mejor pizza. Dos porciones de muzzarella con fainá y un moscato Crotta en botella de 375 mililitros terminan el día de la plaza y me devuelven a la ciudad, pero en el salón del fondo se escucha, todavía, la militancia cantando entre las mesas: un grito de corazón, viva Perón, viva Perón.

Vuelvo a Corrientes.

Un hombre en situación de calle se echa bajo una foto del Papa Francisco que está junto a una sucursal del Banco Francés. En la esquina con 9 de Julio, un Hombre Araña sentado sobre un viejo buzón del correo postal me dispara desde su muñeca una telaraña imaginaria. Detrás de él, la bandera de Cristina Candidata del Amor que envolvía la base del Obelisco porteño ya no está. Es un anuncio de lo que reverbera al otro lado de la avenida, en Banchero, en Guerrín, donde las mesas se van llenando. Cruzo. No hice más que un puñado de cuadras y ahora la Argentina parece otra, una donde nadie le dispara a nadie y vive tranquila en la modesta felicidad de sus fugazzetas.

Foto: Alejandro Seselovsky
Foto: Alejandro Seselovsky

Las siete cuadras que hay hasta Callao son de un hormigueo creciente, Buenos Aires donde más cómoda se la ve. Doblo por Callao hacia la derecha. Lavalle, Tucumán, Viamonte, Córdoba. A esta hora, Callao se vacía, se vuelve una arteria sin caminantes, abierta en su anchura un poco espectral, oscura y ruidosa de autos y colectivos pasando. Paraguay, Marcelo T., el esplendor de la esquina con la avenida Santa Fe que anuncia el ingreso a la Recoleta. Arenales y, finalmente, la calle del último desasosiego nacional, las veredas donde se disputó el presente rabioso del país: son las diez de la noche y doblo a la izquierda por Juncal.

Las vallas de hierro que nos enfrentaron a unos y a otros, ya no están. Los contenedores con las piedras disponibles para arrojárnoslas, ya no están. Las parrillas eventuales, al paso, que hacían llegar el humo de los choris hasta los balcones de los vecinos, ya no están. El estertor de la militancia resonando en la entraña de los edificios, ya no está. La pancarta que cubría el ancho de la calle y que decía La Matanza - Fernando Espinoza, ya no está. El avance rabiado de los camiones hidrantes, ya no está.

Queda: el espectáculo de la política argentina que hasta hace unas horas era dramático y ahora es dramático y aterrador. Quedan: unos pocos militantes, no más de treinta, apurando del pico las últimas cervezas. Quedan: las guardias de los canales con sus móviles adormecidos, y sus técnicos queriendo irse a casa pero no pudiendo irse a casa. Quedan: una mujer con un carrito vendiendo café tibio en vasos de telgopor a 120 pesos cada uno. Quedan: los carteles a punta de marcador que los pibes y las pibas pegaron junto a la puerta del 1411 y que dicen todos con Cristina, gracias Cristina y muchas otras cosas de Cristina.

Quedo yo mirando esta puerta breve, esta puerta apenas, después de un día donde el país en el que nací, en el que trabajo, en el que nacieron mis hijos, dijo en una plaza repleta que por favor basta, que basta. Que el odio, afuera.

Custodio de Alfonsín recuerda el similar atentado contra el expresidente en 1991

“Es cuestión de un segundo... Tenés que actuar, hacer algo... No hay tiempo para pensar, es un instinto”, define Daniel Tardivo (62), comisario de la Policía Federal Argentina. Fue, durante 27 años, jefe de la custodia del expresidente Raúl Alfonsín. En 1991 le tocó atravesar un episodio muy similar al que vivió el jueves por la noche la vicepresidenta Cristina Kirchner. En aquel entonces, al igual que ahora, la bala tampoco salió y el agresor fue detenido.

El escenario político era mucho más inestable que ahora. Dos meses antes, el 3 de diciembre de 1990, la sociedad afrontó el último y más sangriento alzamiento carapintada: una jornada que dejó 14 muertos y marcó el fin de las insurrecciones militares. También había células guerrilleras activas.

Raúl Alfonsín, que había llevado a juicio a las cúpulas militares y a los jefes guerrilleros, parecía un objetivo cantado. Sin embargo, su mayor preocupación era poner nuevamente en el ring electoral al partido radical. De cara a las inminentes elecciones legislativas, salió a recorrer el interior, en campaña. El sábado 23 de febrero de 1991, por la noche, Alfonsín encabezó un acto en la ciudad bonaerense de San Nicolás. Frente a cinco mil personas, desplegó todo su poder de oratoria. Apenas había comenzado cuando un joven que estaba parado a tres metros del palco apuntó su revólver calibre 32 contra el expresidente. Hubo una explosión, pero la bala no salió.

Recuerda Tardivo: “Escuché un ruido y vi un tumulto entre la gente, forcejeos... En esa confusión, acompaño al expresidente a tirarse al piso y, para protegerlo, intento cubrir su cuerpo tirándome sobre él. Yo creo que no llegué a ver el arma, pero es cuestión de un segundo... Tenés que actuar, tenés que hacer algo... Es un instinto”, asegura. “Mientras estábamos en el piso, hice preparar el auto. Lo teníamos bien cerca. ‘Si hay uno ahí, pero puede haber otro atacante en cualquier lado’, pensé. Son cosas que no podés saber... Pero Alfonsín no quiso irse, ni subir al auto. Cuando agarraron al chico, él siguió dando su discurso”, dice el custodio. La crónicas periodísticas de la época identificaron al delincuente como Ismael Darío Abdalá, un joven gendarme de 29 años que sufría de depresión. “El detenido de San Nicolás padecía algún desorden mental, por lo que fue derivado a un psiquiátrico. En menos de tres años se suicidó, se colgó con las sabanas”, añade Tardivo.

¿Estaba dispuesto a sacrificar su vida para proteger a Alfonsín?

—Y sí... Pero me salió espontáneamente. Me acosté sobre él. No me la doy ni de héroe ni de nada, es lo que me salió. Fue un instinto. Era lo que tenía que hacer y lo hice.

En aquel entonces, unos días después del atentado, Alfonsín —en una entrevista con La Nación— minimizó el asunto e intentó llevar calma a la población: “De ningún modo debe entenderse que significa el retorno de la violencia política al país. Esto es obra de un loco suelto”, sentenció. (Constanza Bengochea/La Nación)

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