EFECTO SECUNDARIO
El insomnio, el más frecuente de los trastornos del sueño, afecta hoy a casi el 30% de los uruguayos. Ansiedad, depresión e incluso sedentarismo han contribuido al mal dormir, alertan los expertos.
Un tercio de nuestro día lo pasamos durmiendo. Dormir ocho horas, dormir cómodos, dormir alejado de las pantallas son obligatorios para un buen sueño. Las recetas para alcanzar el éxito, ser felices y hasta para adelgazar tienen un punto en común: el descanso. Dormir se da por sentado; es parte de nuestra biología. Hasta que un día se apagan las luces y el sueño no llega. Pasa una hora, dos, cinco, amanece y nunca llegó, o llegó a cuentagotas.
El insomnio —que es un síntoma, no una enfermedad— se vuelve crónico. En ese escenario, no hay mayor anhelo que conciliar el sueño. Durante el día se vuelve una obsesión y la noche nunca llega. Pero al mismo tiempo, la hora de dormir da miedo: “¿Podré dormir esta vez?”, se preguntan quienes lo padecen.
La dificultad para iniciar o mantener el sueño no es nada nuevo, por supuesto. Ni en Uruguay ni en el mundo. En enero, la Organización Mundial de la Salud (OMS) había alertado que la falta de sueño representa uno de los problemas más habituales en las personas: “el 40% de la población duerme mal”, alertó la OMS, siendo el insomnio el trastorno del sueño predominante entre los 88 que reconoce.
Pero en lo que coinciden los expertos es que la pandemia del coronavirus trajo consigo un notorio aumento de este mal conocido.
“En Uruguay predomina el insomnio como en todos los países. Es el trastorno más prevalente”, dice Cecilia Orellana, médica neuróloga especializada en medicina del sueño y presidenta de la Asociación de Sueño del Uruguay (Assur), y asegura que la pandemia agravó la situación.
Un estudio realizado por el servicio de Neurología del Hospital Maciel, que será publicado próximamente, arrojó resultados alarmantes: el 42% de un total de mil personas encuestadas —entre las que hay niños y adultos— dijo que padece algún trastorno del sueño. “Estas diferencias fueron estadísticamente significativas con respecto al nivel de base, que era antes de la pandemia”, explica la neuróloga. La cifra previa se encontraba en el entorno del 32%.
El insomnio, específicamente, pasó de un 15% a un 27,7% este año.¿Cómo se explica el aumento al que hace referencia Orellana y por qué un virus puede alterar el sueño hasta de quienes no lo portan?
“Durante la pandemia hemos tenido una serie de cambios muy importantes en nuestra vida cotidiana, en la forma en que encaramos las relaciones laborales y sociales y también en la forma en que encaramos los horarios y las rutinas”, dice Orellana.
El teletrabajo, el aislamiento y la permanencia en los hogares alteró las rutinas e hizo que las personas “se acuesten más tarde y tengan que levantarse a la misma hora”, explica. También están quienes se acuestan más tarde y se levantan más tarde. Ambas alteraciones en la rutina afectan la calidad del sueño.
“Agregado a esto, está la ansiedad por la incertidumbre. Muchas veces hay repercusiones sobre amigos y familiares, ya sea por el COVID o por el aislamiento social. Además, el humano es un ser social, entonces al distanciamiento lo vivimos de forma muy negativa. Nos cuesta adaptarnos y todo eso repercute sobre múltiples funciones vitales, y sobre el sueño tuvo una repercusión importante”, asegura la neuróloga.
No todos los insomnios son iguales. Está el crónico, que es la dificultad para iniciar o mantener el sueño en un largo período de tiempo, que puede llegar a meses. Y está el agudo, cuya duración es de días o semanas.
La raíz tampoco es la misma en todos los casos. Si bien es un síntoma, el psiquiatra Freddy Pagnussat lo define así: “El insomnio es causa y consecuencia. Es consecuencia de la enfermedad de fondo (ansiedad o depresión), pero también genera más depresión o más ansiedad en cada una de las dos circunstancias”.
En general, la persona que está deprimida tiende a dormir menos. Pero además, explica Pagnussat, en las personas deprimidas el “insomnio de mantenimiento” es habitual. Esto es: se duermen, pero se despiertan muy temprano y no vuelven a dormirse, o se despiertan múltiples veces en la madrugada. Esto es típico de la depresión, explica el psiquiatra, y tiene una diferencia con el insomnio del ansioso, a quien de entrada le cuesta conciliar el sueño. “Demoran mucho en arrancar a dormir”, dice.
De pronto, el mal dormir tiene forma de círculo. La experiencia infernal de no conciliar el sueño provoca ansiedad a la hora de irse a la cama, y esa misma ansiedad, sumada a la ansiedad de raíz, se encarga de mantener la psiquis en vela.
El papel de la rutina es clave, y es justamente lo que la pandemia sacudió. “Las rutinas son tranquilizadoras y estabilizadoras”, dice Pagnussat. Su abandono o alteración de manera drástica tiene repercusiones, asegura. Si bien no tiene cifras concretas, la impresión del psiquiatra en su consultorio es que el insomnio y las enfermedades que lo provocan aumentaron mucho. “Llevamos casi un año de un funcionamiento muy desacostumbrado, diferente a lo que uno tenía como rutina”, dice. “Todo esto ha repercutido en lo anímico de forma ineludible”, sentencia el psiquiatra.
Pese a que el insomnio predomina, hay otros trastornos del sueño que se agudizaron en estos meses. Entre ellos, la apnea obstructiva de sueño, que aqueja a un 10% de la población de 40 años y más en todo el mundo. “Uruguay no escapa a esta realidad”, dice la jefa del servicio de Neumología del Hospital Maciel, Victorina López. “Este es un trastorno respiratorio durante el sueño, que se produce por una alteración anatómica y funcional de la vía respiratoria superior que lleva a episodios repetidos de obstrucción, caída de la oxigenación (hipoxia) y despertares, lo que hace que el sueño no sea reparador”, explica.

El sedentarismo y la obesidad, por ejemplo, se asocian directamente con este trastorno. El “quedate en casa” y el teletrabajo, además del temor de concurrir a centros de salud, han contribuido a que estos trastornos se agudicen en la población que atiende y hace seguimiento en el Maciel, explica López. La población subió de peso, hace menos actividad física y se controla menos.
Por otro lado, quienes sufren de apnea obstructiva del sueño tienen siete veces más posibilidades de tener accidentes de tránsito, ejemplifica la neumóloga. El cansancio, la somnolencia y hasta la pérdida de memoria son los síntomas diurnos del trastorno, mientras que en la noche el sueño transcurre con pesadillas y ahogos.
La enfermedad se diagnostica mediante una poligrafía respiratoria mientras el paciente duerme. En el Maciel se llevan a cabo unos 500 estudios al año, y están en seguimiento y control 400 pacientes, dice López.
Sin embargo, la pandemia obligó a reestructurar el servicio: se dejan de lado las internaciones evitables y se diagnostica de manera ambulatoria, prestando al paciente el equipo médico.
Este trastorno predomina en individuos con obesidad, dice López, quien a su vez advierte que los cambios en el estilo de vida de las personas en pandemia pueden contribuir a agudizar las comorbilidades asociadas.
Como un caramelo.
Un estudio realizado por Equipos Consultores para la película Soñar, producida por la empresa Viasono, revela datos alarmantes. A partir de una muestra de 1.137 encuestados durante la pandemia, el 53% reveló que se despierta durante la noche y un 30% expresó que tarda más de una hora en dormirse. A su vez, un 42% duerme seis horas o menos. En otras palabras: casi la mitad descansa menos de lo recomendado.
Por otro lado, el estudio reveló que un 29% siente que descansa mal, mientras que un 19% dijo necesitar medicación para dormir.

María (no es su nombre real) tiene problemas para dormir desde hace seis años, cuando fue diagnosticada con un cuadro depresivo con ansiedad. Un tratamiento con un antidepresivo y un tranquilizante mitigaron los síntomas de la enfermedad y le ayudaron a conciliar el sueño. Pero en cuanto intentó dormir sin el tranquilizante (una benzodiacepina; la familia de ansiolíticos más común), no pudo. Habían pasado meses desde la primera toma, y además, la misma cantidad de medicamento no tenía el mismo efecto que al principio. Una rápida búsqueda en internet le alertó del peligro de abusar de esa sustancia: la dependencia.
En la consulta, que no duraba más de 15 minutos, el psiquiatra le indicaba que “fuera bajando”, sin un plan concreto de retirada. Así fue a lo largo de dos años, dice. Cada vez lo veía menos, y cada vez acudía más al servicio de repetición de medicación de su mutualista.
Allí pedía la receta verde a un psiquiatra que se encargaba únicamente de despacharlas. María, consciente de su “adicción”, se preguntaba cómo era posible que nadie dentro del sistema de salud se diera cuenta que lo suyo era un mal uso de una droga. Pero prefería no preguntar; sabía que no estaba bien tomar dos miligramos de alprazolam para dormir, pero igual necesitaba la receta.
—Llegaban las seis de la tarde y sentía como una necesidad física de tomarlo. Si lo tomaba más tarde, iba a dormir demasiado. Si no lo tomaba, no iba a dormir en absoluto. Si veía que se hacían las doce y no tenía sueño, tomaba una más.
Después de recorrer cuatro consultorios, se comprometió con un psiquiatra que le hizo un estricto plan de retirada hace no menos de un año, y le recetó otra benzodiacepina que reemplazó la primera, para luego recién abandonar la sustancia por completo.
Llegó la pandemia.
No es difícil imaginar qué pasó después. Ansiedad, insomnio y “casi sin querer” un acostumbramiento al segundo tranquilizante, que la “ayudó” a dejar el primero. Y así transcurre su vida en estos días pandémicos.
El psiquiatra Pablo Fielitz, director de Salud Mental y Poblaciones Vulnerables de la Administración de los Servicios de Salud del Estado (ASSE), confirma esta realidad. Muchos pacientes empiezan a tomar ansiolíticos por prescripción médica y lo mantienen “por cuenta propia”, dice el médico. “A veces nos encontramos con personas que toman ansiolíticos para dormir desde hace cinco años o más, sin consulta con especialista”.
La manera que tienen de acceder a ellos es a través de familiares que los consumen, o incluso compran fármacos de venta libre que en su composición tienen un cuarto de una benzodicepina. Así, llegan a tomar dos, tres o cuatro pastillas a la vez para conseguir el efecto deseado.
Fielitz también ha visto un aumento de las enfermedades que tienen como uno de sus síntomas el insomnio. Se ve en el consultorio y se ve en las llamadas a la línea telefónica de apoyo emocional de ASSE.
“Hay gente que quizá, previamente, nunca había tenido mayores síntomas de ansiedad o síntomas depresivos y ahora sí. Lo que hemos visto, y uno lo ve en la población clínica, es que la gente que ya padecía trastornos de ansiedad o del estado de ánimo, pueden haber recrudecido en este contexto de pandemia”, dice.
En cuanto a la prescripción de la receta verde, Fielitz menciona que en ASSE hubo una disminución a principios de la pandemia, cuando la gente acudía menos a los centros de salud. Pero en los últimos meses, la prescripción tendió a “normalizarse”.
Pero, no por normal, la cifra de tranquilizantes recetados es menos alarmante.
Según la última Encuesta Nacional sobre Consumo de Drogas, publicada a principios de este año, casi uno de cada tres uruguayos consumió tranquilizantes a lo largo de su vida. En sintonía con años anteriores, la tendencia se mantiene: los tranquilizantes son la tercera droga más consumida en Uruguay, solo superada por el alcohol y el tabaco.
Dice el informe que el 28,2% de la población estudiada “ha consumido alguna vez en su vida tranquilizantes”.
De ese número, el 79% lo hizo por indicación médica, en tanto, el restante 21% lo utilizó “sin prescripción de un profesional de la salud. Estos últimos representan el 6% del total de la población, indica el estudio publicado.
No es descabellado pensar que la tendencia de los uruguayos a automedicarse se atenúe durante la pandemia y que esos números suban. Juan Triaca, psiquiatra especialista en adicciones, está alerta.
“Las cifras nos obligan a repensar el modelo de sociedad todo”, dice. “Me siento mal y recurro a un objeto externo; es lo que nos promueve la sociedad de consumo actual. Tengo un problema y voy a buscar el objeto que me lo resuelva”, sostiene. Y esto, comenta el psiquiatra, se ve en el comportamiento de las personas a comprar compulsivamente y a endeudarse, pero también cuando tienen un padecimiento emocional.
El que no puede dormir, pide una receta como quien compra un caramelo. “Es la rápida búsqueda de una solución”, sentencia. Al mismo tiempo, es crítico con el sistema de salud. Algunos profesionales deben atender a sus pacientes en 15 minutos. Triaca se pregunta qué tipo de vínculo y de diálogo puede construirse en un tiempo tan corto.
Lo más fácil, entonces, es recetar rápido y salir del paso. El sistema es “perverso” de ambos lados del mostrador, tanto desde las instituciones como desde los pacientes que, como María, acuden a una consulta a pedir una receta, así sin más.
"Muy buenas bien usadas; pero muy malas, mal usadas"
La tendencia a la automedicación es habitual en los uruguayos, y según las cifras, es preocupante. Según el Observatorio de Drogas del gobierno, el uso actual de tranquilizantes (quienes los han tomado a lo largo de los 12 meses previos al estudio, en diciembre del año pasado) involucra al 13% de la población total. El 79% de estos accedió a la medicación a través de receta médica, mientras que el 21% restante lo tomó por su cuenta o primero por indicación de un profesional de la salud y luego por su cuenta, señala el informe.
En suma, el uso indebido de estas sustancias en los últimos 12 meses alcanza al 2,7% de la de la población, es decir, a unos 48 mil uruguayos.
Los especialistas consultados para este informe destacan su seguridad y su eficacia siempre y cuando sean utilizados de manera correcta: con seguimiento y por un período corto de tiempo. “Son (drogas) muy buenas si son bien usadas, pero muy malas si son mal usadas”, dice el psiquiatra Juan Triaca. El síndrome de abstinencia de las benzodiacepinas, que se da en personas que han tomado dosis altas por un largo periodo de tiempo, “es muy grave; es de los síndromes más graves que hay”, alerta el especialista.
Ahora, dice Triaca, con las cifras de coronavirus en alza en las últimas semanas, volvemos otra vez al miedo, a la preocupación, a la angustia y la ansiedad. “¿Qué hago yo con eso? Quien tiene herramientas, porque ha podido construir en su historia formas de resolver y enfrentar las dificultades y los miedos, ha podido transitar esta crisis”, dice el especialista. Las personas que tienen esa “herramienta” de compartir con otros su padecimiento, salen fortalecidos. Pero si no, dice el psiquiatra, “aparece esa necesidad de un objeto externo”. Así, el consumo de alcohol y drogas ha ido en aumento a nivel mundial este último año.
“Las sustancias u otros objetos pasan a cobrar un rol muy importante. Me tomo una pastilla para dormir, me tomo una pastilla para estar bien, para salir de esto que no lo sé manejar y que emocionalmente me desborda”, ejemplifica el psiquiatra.
Algunos apuntan al alcohol, otros a las drogas ilegales, y otros —muchos otros— a los psicofármacos.
Aclaración: en la nota original se hacía referencia a la Dra. Cecilia Orellana como "neumóloga", cuando debería decir "neuróloga". A nuestros lectores y los involucrados pedimos las disculpas del caso.