Reynaldo Trombetta, El Nacional de Caracas, Grupo de Diarios América
Hace 2.500 años esta tierra se llamaba Ariana. Es decir, era "el hogar de los arios". Hoy muchos afganos prefieren ese nombre antiguo, el sitio que vio nacer a ese pueblo combativo y orgulloso, pues les recuerda su carácter de nación invencible, y también porque les permite creer que Afganistán será capaz de salir airoso del reto más importante que ha enfrentado en su historia: la necesidad de transformarse en un país pacífico, moderno y exitoso.
El año pasado, Ariana descubrió el sabor de la democracia. En octubre los afganos acudieron a las urnas para elegir a un presidente, por primera vez en su historia. Y ahora conocerán la experiencia de votar en unas elecciones parlamentarias. No obstante, un recorrido por esta nación revela que mientras una parte del país se atreve a modernizarse, otro sector quiere condenar a Afganistán a revivir un pasado primitivo y sangriento.
El viaje a Kabul se hace desde Nueva Delhi. Los visitantes llegan a un viejo aeropuerto, que es custodiado por tropas de 23 países pero dirigido por un grupo de funcionarios afganos más familiarizados con los milagros del pasaporte relleno de dólares que con los mecanismos de la inmigración legal. Al salir, son recibidos por las ruinas de una nación castigada por la pobreza extrema y por más de 26 años de guerra. La destrucción viene acompañada del olor a muerte, aguas negras e infelicidad propio de un país en el que la esperanza de vida no supera los 44 años.
Escombros y fusiles
Una ciudad de escombros ahogada por la arena: eso es Kabul. Los esqueletos de concreto —herencia de la lucha con los soviéticos en los 80— se amontonan en el centro de la capital afgana. Las pocas estructuras que sobrevivieron a los bombardeos no pasan de los ocho o diez pisos de altura, y se ven frágiles. Sólo los edificios oficiales lucen medianamente renovados. Al mismo tiempo algunos empresarios han comenzado a levantar un puñado de construcciones modernas que, con su mezcla de metal y vidrio, vuelven más irreal el paisaje urbano.
En las calles de la capital ya no hay enfrentamientos, sólo atentados aislados. La amenaza más real no es la de Al Qaeda o el Talibán, sino la de los grupos armados ilegales que pescan en río revuelto con fines económicos o políticos. Las bandas criminales y las milicias de los "señores de la guerra" lucran especialmente del tráfico de opio y el secuestro de extranjeros. A esto se agrega la violencia que cabe esperar de un país en el que cada varón al cumplir los 12 años tiene el derecho (y el deber) de poseer un fusil AK-47.
Los choferes en Kabul manejan bajo terror. Las leyes y la lógica ceden paso a las preocupaciones de seguridad. "Si atropello a alguien o choco a otro automóvil no me está permitido detenerme, o corro el riesgo de perder mi empleo", explica un afgano al volante de una camioneta de la embajada estadounidense.
Aún así, en los últimos tres años la ciudad ha alcanzado cierta normalidad. Ahora los niños van a la escuela y juegan fútbol entre los árboles de los parques; muchos hombres han conseguido empleos en las tareas de reconstrucción del país, y los comercios —que durante la era de los talibanes cerraron sus puertas— intentan recuperar el tiempo perdido. Las calles están llenas de bicicletas, burros, caballos y automóviles. Algunos de los vehículos lucen nuevos, pero la mayoría son antiguos y ruidosos, y están pintados de amarillo. Esto se debe a que en un momento los talibanes prohibieron la circulación de autos particulares, y casi todos los conductores de la ciudad "disfrazaron" sus coches de taxis.
La violencia por zonas
El paisaje al abandonar Kabul es hermoso, según revela un viaje en helicóptero militar hacia la frontera con Pakistán. Entre las áridas montañas se descubren valles teñidos de verde y ríos caudalosos. La aeronave zigzaguea mientras avanza. Tres soldados estadounidenses, uno en cada ventana lateral y otro en la rampa trasera del aparato, observan a través de sus cascos dotados de mira láser. Concentrados en detectar cualquier amenaza, no se dejan enamorar por la naturaleza.
Fuera de la capital, la violencia se multiplica. Especialmente peligrosos son el este y el sur del país, que siguen bajo control de las tropas de Estados Unidos. Allí se combate casi a diario contra los talibanes y Al Qaeda. ¿En dónde está Osama bin Laden? "No lo sabemos", admite un coronel estadounidense, "pero mientras mantenemos la cacería, él no puede operar normalmente y eso reduce su capacidad para organizar atentados como el del 11 de setiembre". En una base de los Marines en la provincia de Laghman, un sargento relata los enfrentamientos de sus hombres con los terroristas. "Nos lanzan misiles y nosotros salimos a perseguirlos", dice. ¿Qué hacen si los atrapan con vida? "Nunca los atrapamos con vida", responde con una sonrisa siniestra.
El resto del país, relativamente más pacífico, está en manos de las tropas de paz que dirige la OTAN. Las Fuerzas Internacionales de Asistencia de Seguridad se crearon inicialmente para resguardar Kabul. En junio de 2004 los estadounidenses les cedieron el norte del país y en mayo de 2005 les entregaron el oeste. El plan es asignarles el sur en marzo y, para finales del año que viene, dejarles también el este.
La buena voluntad de los afganos es imprescindible porque, a fin de cuentas, se trata de su país. Si ellos no quieren que la comunidad internacional tengo éxito en la resurrección de Afganistán, esto no sucederá jamás. Pero hasta ahora, parecen ser más los que desean construir que los que quieren destruir, según lo que se percibe en las calles de Kabul, al conversar con los transeúntes.
"Hemos sido invadidos de nuevo. Ha habido muertos otra vez. Todavía hay pobreza", dice un comerciante que vende libros del poeta sufí Rumi. "Pero esta guerra es distinta, pues no es contra Estados Unidos o el Talibán. La lucha la libra cada afgano en su interior, entre ese miedo que lo amarra al pasado y el valor para creer en un nuevo Afganistán. Esa lucha interior es lo que nosotros llamamos yihad, que no es una ‘guerra santa’ contra nadie sino contra la parte débil de uno mismo. Y si uno cree en Alá, uno también tiene que creer que, con la ayuda de Dios, los afganos seremos capaces de vencer en esa lucha interior. Entonces se acabarán las guerras".
Libertad en llamas
"O quemamos todas las burkas", dice Adela Mahseni, "o las mujeres de Afganistán nos prendemos fuego, pero el hecho es que algo, en definitiva, tiene que arder en este país". A sus 53 años, Mahseni hace esa afirmación sin sobresalto ni tono dramático alguno. Más bien, pronuncia las palabras con una sonrisa en los labios tras haber saboreado plácidamente un trago de té. La burka es un pesado velo de cuerpo completo, que era obligatorio para las mujeres durante el gobierno de los talibanes.
Mahseni es una economista graduada hace 30 años en Kabul, quien se lanzó como candidata a las elecciones parlamentarias del 18 de setiembre. Pero, además, es una de las principales defensoras de una práctica que ha cobrado fuerza en Afganistán: la inmolación de decenas de mujeres que no soportan el estado de represión en el que viven. No hay cifras oficiales, pero ella asegura que al menos 100 afganas "se liberan" cada año entre las llamas.
A su lado, la abogada Nasiba Amiri, de 38 años y candidata por la provincia de Ghazni, ofrece un punto de vista más moderado. "No tiene por qué morir nadie. Lo que queremos es libertad. Pero la verdad es que estamos molestas porque los estadounidenses vinieron, sacaron del poder a los talibanes y, sin embargo, aquí ninguna de nosotras se atreve a quemar su burka todavía". Los resultados del escrutinio que permitirá saber si alguna de ellas fue elegida recién se conocerán el 10 de octubre.
Cuatro años atrás, en octubre de 2001, el presidente estadounidense George W. Bush aseguró que el derrocamiento del régimen talibán traería una inédita libertad a las habitantes de Afganistán. Esa promesa ha tardado en cumplirse, según lo que se ve en un recorrido por Kabul, el sitio donde las afganas supuestamente gozan de mejores condiciones de vida.
En este país aún persiste la creencia de que las mujeres no deben estudiar. Tras la caída de los talibanes, más de 40 escuelas han sido incendiadas por extremistas. Unicef indica que apenas 50% de la población infantil femenina de Kabul asiste a clases y que en algunos lugares del interior esa tasa ni siquiera llega al 1%.
También sigue teniendo peso la idea de que las afganas no deben salir solas a la calle. Esto explica por qué la mayoría de los rostros que se ven en Kabul son masculinos. Hay mujeres, claro, pero por lo general están acompañadas de un familiar. Y las pocas que andan por su cuenta suelen ser "viudas de la guerra", que caminan por la capital como mendigas o prostitutas de ocasión.
Por lo demás, las mujeres están condenadas a las restricciones de cualquier otro país islámico conservador. No se les permite conducir automóviles, no pueden conversar con un desconocido, su opinión tiene muy poco peso a la hora de acordar un matrimonio y son consideradas "propiedad" de sus padres o sus esposos. A todo esto se suman algunas particularidades de Afganistán, como el hecho de tener la mayor tasa de mortalidad materna en el mundo debido a maltratos físicos y el extensivo uso obligado de la burka, ese velo de cuerpo completo y usualmente de color azul que en Kabul aún se vende por entre ocho y 12 dólares.
La Constitución aprobada por la Loya Jirga (Asamblea Constituyente) en enero de 2004 establece que el 25% de los puestos en todos los órganos legislativos deben ser reservados a las mujeres. "Este es un paso inmenso, que ni siquiera ha sido dado por la mayoría de los países europeos, y que permitirá a las nuevas parlamentarias impulsar leyes que mejoren las condiciones de vida de todas las ciudadanas", dice Lina Abirafeh, una de las integrantes de la Comisión Electoral de la ONU.
El problema es que esto no es un asunto de leyes, sino de cultura y tradiciones. "Para lograr un cambio de actitud entre los padres de familia y los clérigos, va a tener que hacerse un esfuerzo profundo y duradero", asegura Nasiba Amiri. "No se puede prohibir las burkas, pues eso sería tan dictatorial y totalitario como hacerlas obligatorias. Entonces hay que ir educando a la gente poco a poco".
Al mismo tiempo, parece haber poco interés en la clase política afgana para concretar los cambios que reclaman las mujeres. "El presidente Hamid Karzai está rodeado de fanáticos, de ‘señores de la guerra’ que le garantizan su respaldo a cambio de prebendas políticas, sociales y religiosas", denuncia Adela Mahseni. "Muchos de ellos dicen que la única manera de que haya paz en Afganistán es si se mantienen las tradiciones más represivas contra nosotras".
Los miembros de las organizaciones humanitarias admiten que los cambios tomarán tiempo. Incluso muchos de ellos han comenzado a tolerar las burkas.
"No se puede ser extremista con esto", advierte una trabajadora social. "Hay mujeres afganas que condenan esta prenda, pero hay otras que la defienden porque dentro de ella se sienten protegidas, o simplemente porque es una tradición demasiado antigua como para hacerles entender el rechazo que el mundo occidental siente por ella. Quizás es hora de que nos olvidemos de la necesidad de erradicarla, porque al parecer no es una meta realista. Por lo que vemos, tendrán que pasar siglos para que la burka desaparezca de Afganistán".
Horrores superpuestos
Esta calle no tiene nada de especial. Como ella, hay decenas en Kabul. Sin embargo, al caminar a través del asfalto ahogado por la arena, el visitante occidental siente que avanza entre las terribles vitrinas de un museo de los horrores. "Aquí es donde los talibanes colgaban a las prostitutas y a los homosexuales. Este edificio fue destruido por las bombas soviéticas. En esta esquina, perdieron la vida cientos de personas durante las matanzas de los ‘señores de la guerra’. Y más allá cayó un misil de los estadounidenses", dice Zaid, un improvisado guía turístico.
Con sus 12 años, son muchas las cosas que Zaid no entiende. Le cuesta distinguir entre su trabajo como traductor y una imaginaria misión de guardaespaldas para la que su desnutrido cuerpo no da la talla, pero a la que aspira con la esperanza de ganar unos dólares adicionales. No obstante, lo que más se le dificulta es entender el concepto de paz.
Y no es que no conozca la palabra (se dice solh en el idioma dari), sino porque la paz es una idea que tiene muy poco que ver con la vida de alguien nacido entre las ruinas de una invasión soviética, que creció viendo a los "señores de la guerra" despedazar Afganistán, que después fue testigo de los excesos del Talibán y luego de la invasión estadounidense.
El drama de Zaid y sus calles abarrotadas de recuerdos sangrientos es el mismo que viven los otros 29 millones de habitantes de Afganistán, un país que —tras 26 años de guerra—intenta reconciliarse con sus fantasmas y abrazar, con mayor o menor incredulidad, una frágil paz que pretende imponerle la comunidad internacional.
Este nuevo Afganistán nació hace cuatro años de entre las cenizas de las Torres Gemelas de Nueva York, a 10.800 kilómetros de distancia. Los atentados del 11 de Setiembre marcaron el inicio de un nuevo capítulo en la historia del pueblo afgano. La guerra que declaró el presidente George W. Bush al régimen Talibán y a su huésped Osama bin Laden dejó miles de muertos y sumó toneladas de escombros al paisaje de este país, pero también sembró la semilla de la paz.
Hoy, para la mayoría de los afganos, el jeque Osama y el mulá Omar, líder de los talibanes, están muy cerca de convertirse en nada más que un mal recuerdo. "Aquí todo el mundo sabe que ellos se fueron del país y que están escondidos en Pakistán", dice un tendero llamado Najeeb, quien se hace entender en dari gracias a la ayuda de Zaid. En el campamento militar estadounidense Eggers, en Kabul, un coronel de las Fuerzas Especiales no está completamente de acuerdo con esto: "no descartamos que sigan en el país, pero lo cierto es que ni Al Qaeda ni el Talibán tienen ya posibilidad de volver a controlar el destino de Afganistán".
Las nuevas amenazas
Lo que realmente le quita el sueño a las tropas estadounidenses y a las fuerzas de paz de la OTAN son los grupos armados que nada tienen que ver con Bin Laden y el mulá Omar. Son los caudillos regionales que alimentaron la guerra civil entre 1992 y 1996, y cuyas salvajes maneras fueron precisamente lo que hicieron a muchos afganos aceptar el "orden" que impusieron los talibanes. Se cree que los "señores de la guerra" disponen de un total de 50.000 hombres armados. "Algunos se están civilizando porque reciben dinero de Estados Unidos, pero otros viven siempre a un paso de declararse la guerra entre sí", comenta Farid, un comerciante en Kabul.
La amenaza de los "señores de la guerra" se relaciona estrechamente con la del narcotráfico. Actualmente Afganistán produce el 87% del opio y la heroína del mundo. Este negocio representa al menos 60% del producto interno bruto del empobrecido país. "Claro que sabemos dónde están los campos de amapola, pero si los destruimos los campesinos afganos morirán de hambre", explica un militar británico de la OTAN. La solución, entonces, es crear fuentes alternativas de ingreso. Esto, según el jefe de la misión de la Alianza Atlántica en Kabul, Hikmet Cetin, podría tardar hasta 20 años. Mientras tanto, la idea es que la comunidad internacional compre la producción de opio para usarla en la industria farmacéutica o simplemente para destruirla.
El tercer gran problema es el de las minas. Se calcula que los soviéticos, durante sus diez años en Afganistán, enterraron más de 12 millones de minas antipersonales o antitanques. Eso significa que esta nación es el territorio más minado del mundo. Hoy en día, unas 90 personas pierden la vida todos los meses debido a estos explosivos. Esto también tiene un efecto sobre la economía, pues los campesinos no se atreven a trabajar los pocos terrenos cultivables del país. "Calculamos que eliminar todos estos artefactos tardará más de mil años... es decir, es algo imposible de hacer", confiesa un capitán italiano de la OTAN.
Se espera que a finales de 2006 la mayor parte de las tropas de Estados Unidos abandone el país. En su lugar se quedará la Fuerza Internacional de Asistencia de Seguridad, que está compuesta por 35 países bajo la dirección de la OTAN. El comandante de estas tropas, el general italiano Mauro del Vecchio, calcula que sus hombres permanecerán allí quizás unos 20 años. Por su parte, el embajador estadounidense Ronald Neumann no ofrece una cifra, pero admite que "la misión de la comunidad internacional en Afganistán es a muy largo plazo".
Pero los afganos también están haciendo frente a las amenazas. La nueva Policía Nacional ya tiene 48.000 funcionarios repartidos por todo el territorio nacional, y se calcula que dentro de un año ese número ascenderá a 62.000. Durante el último año, al menos 600 agentes han muerto en combate con los grupos armados ilegales. También ha habido avances en la creación del Ejército Nacional, que ya tiene 30.000 soldados y para 2007 debería llegar a los 70.000.
Nadie se atreve a decir que esto sea suficiente para hacer de Afganistán un país seguro. "Ahora el énfasis es en la creación de los cuerpos de seguridad porque se trata de un país en guerra, pero sabemos que tenemos que formar también funcionarios públicos, técnicos y profesionales capaces de reconstruir, o refundar, este país. Sólo así se evitarán nuevas guerras", admite una teniente finlandesa. Otra vez en las calles de Kabul, el siempre sonriente Ziad parece estar de acuerdo. Cuando se le pregunta qué quiere ser cuando sea grande, responde. "No sé si médico o albañil, como mi papá. Lo que sí sé es que jamás voy a ser soldado ni policía. Aquí ya hemos tenido demasiados".