Vivía en Chamberí, céntrico barrio madrileño. Su futuro y el de su pueblo -Nava del Rey (Valladolid, 1.925 habitantes)-, junto al de miles de estómagos, cambiaron cuando su casero la desalojó del piso que habitaba, para ponerlo en alquiler por Airbnb. Punky, terca y militante de lo suyo, Ana Isabel González Meléndez se desprendió de la formalidad de su nombre, y abrazó el apellido materno en honor a su abuelo pastor, para levantar Caín en su localidad natal, restaurante, cervecería y pequeño santuario del cordero y el chuletón; una propuesta de cocina fina a partir de recetas tradicionales.
Caín mató a Abel. Tal lo que inspiró a la cocinera para pellizcar los prejuicios al comensal, ya desde el nombre del lugar. No todo es cainismo en los pueblos, donde también hay cariño y respeto para el que triunfa. No solo hay puñaladas, sino también nobleza para impulsar a quien siente el terruño. Y ella, a sus 36 años, lo siente en cada trazo del restaurante de apenas un año de recorrido, basado en productos castellanos, de proximidad, y atado al romanticismo de ir a diario a la panadería y al colmado (almacén). Un posicionamiento vital que acarrea incomodidades que se solventarían con grandes proveedores. Pero eso rompería la filosofía del proyecto: primar lo de cercanía, para no lamentarse si algún día todo eso desaparece.
La madera de encina se acomoda con mimo a las 10.30. Meléndez ensarta el cordero en la estaca, una cruz metálica mordisqueada durante horas por el lento y exigente fuego. A cada rato se voltea la carne y se baña en agua y sal. “¡Las brasas como Dios manda!”, presumen desde el restaurante. La pieza se va dorando, churruscando, cambiando de tonalidad y textura, a lo largo de la mañana.
Anaí Meléndez era diseñadora gráfica, pero se replanteó su vida tras la pandemia. Comenzó a comprar buena carne y a organizar catas en su piso madrileño. Después, la gentrificación la echó definitivamente de Madrid. Fueron dos años de aprovechar el dinero del paro, y recorrer kilómetros y kilómetros por Castilla y León.
Una enseñanza: “aquí somos un montón de gente joven haciendo cosas muy buenas al rescate de la tierra, y no nos conocemos”. Eso le sirvió para relacionarse con personas, hacer amigos, y sellar proveedores: cómo no lograr buen material en un lugar más grande que Portugal, con paisajes y entornos tan dispares.
De Tábara (Zamora) obtiene los corderos y las terneras (de Cárnicas Pascualín); del carnicero Miguel, de Nava, procede el resto de las carnes, excepto las chuletas de Tolosa (Gipuzkoa), que son el único artículo extracomunitario. La miel viene de Tiedra (Valladolid); el vino, de las variadísimas bodegas de Castilla y León; el postre, del horno de Pili, unas calles más abajo, en Nava del Rey; el pan es de Rueda (Valladolid), y lo vende Carmelo ahí mismo, junto a la iglesia; las legumbres, del campo castellano; los huevos, del vecino Alfredico; los platos, cuencos y demás alfarería, de Alberto, de Jambrina (Zamora); las hierbas aromáticas, del huerto del restaurante y del propio patio de Anaí.
La cocinera se acerca a visitar a Jesús García, de 80 años, al mando de la cantina junto a la ermita de Santa Ana, patrona desde lo alto de un cerro. Allí explica: “Instagram no solo sirve para enseñar el culo, sino para encontrar conexiones, nuestro fuerte es la comunidad”. Rememora a su abuelo pastor y la tradición castellana, donde el lechazo (animal criado solo con leche materna) se servía a los señoritos, y el cordero quedaba “para los pobres”. Meléndez quiso diferenciarse y abrazar el cordero tanto por fe como por mercado: hay muchos sitios con buen lechazo, y ella no iba a desbancarlos. Además, el consumo de cordero, como el de vino, está descendiendo, y con él, una vía de futuro para su tierra. Jesús, bastón en la diestra, interrumpe para reprenderla: “¡el otro día fui y no teníais!”. Claro, hay que estacarlo durante horas para no quedarse en la estacada. El hombre, tras ofrecer anís y beber vino rancio de la bota (amontillado oloroso de la zona), acata y sonríe a la joven, que siempre remite fieles a la ermita o a la taberna.
Siguiente parada, una vieja bodega familiar, a 10 grados según el mercurio subterráneo, en busca de las botellas que saldrán por estos días, muchas fruto de la labor de jóvenes aferrados a sus orígenes. Después, a la frutería, la droguería, a ultramarinos y de-todo-un-poco de Mari. “¡Me falta el jamón de York!”, exclama una señora, con el perrito sobre el carro de la compra, mientras Anaí -allí Ana- entra al almacén por puerros, lechugas, coliflor, cebollas, pimientos, tomates, patatas y demás. Mari sonríe: “hace buena publicidad a Nava”. Así recibe el aprecio negado por otros proveedores lejanos que se la jugaron. Más motivos para abrazar el comercio local, celebra la parrillera: “Esto es más incómodo pero de más calidad, somos unas románticas”, sentencia.
Es hora de encaminarse hacia el horno de Pili en busca de los postres. La mujer sonríe al ver a su clienta predilecta, y le planta una tarta de manzana morrocotuda.
Nava del Rey la quiere y es recíproco. El único problema, como en las ciudades, es la vivienda: la gente no quiere alquilar, lo que dificulta que sus empleados se asienten en el municipio. Poco a poco va persuadiéndolos y alguna casa se abre a nuevas generaciones, para cortar la hemorragia demográfica.
A la una de la tarde, de vuelta a Caín, el restaurante es un frenesí. La jefa de cocina, Estefanía Ávila, de 39 años, ha ido volteando el cordero mientras afina también el resto de la carta, para que esté todo en orden cuando lleguen los primeros clientes. Cuando toca cortar chuleta, hacha en ristre, recuerda las enseñanzas del amable carnicero del pueblo, que un día les hizo un taller de despiece en el mismo restaurante. Las brasas interiores chasquean al dorar los chorizos criollos, elaborados a mano con carne de Miguel, y en lugar de vinagre, el omnipresente vino rancio. Luego lo servirá Cristina de la Cruz, camarera de 24 años. Las tres mujeres del negocio, oriundas de Nava o alrededores, rebaten con estacazos (verbales) cuando algún listillo emite comentarios machistas o condescendientes, aún arraigados en este mundillo falsamente masculino de carne y fuego.
Entran ya los clientes para sentarse en el comedor de paredes oscuras y hormigón vivo, con cadenas colgando cual arcos de una iglesia, y un enorme disco dorado de fondo, a modo de retablo. Es un salón diáfano, desahogado, para comer bien sin escuchar demasiado a las otras mesas. De aperitivo, crema de coliflor con hongos shiitake y especias; el salmorejo con huevo y jamón; cogollos con crema de huevo ahumada, crujiente de ajo, almendra picada y papada de cerdo; espárragos trigueros con salsa holandesa; steak tartar con tuétano (caracú) a la brasa; carpaccio de picaña de vaca con vinagreta de hierbabuena y pistacho; cecina (carne seca, salada, y ahumada) con ralladura de naranja; e infaltable, una tabla de quesos de cercanía.
Las joyas: el cordero para unos, y el chuletón para otros, que se acompañan con alguno de los 55 vinos de proximidad disponibles en la bodega. De postre, torrija casera o tarta de Pili, entre otras tentaciones.
La jornada termina a media tarde. De jueves a domingo sirven almuerzos. Los viernes y los sábados, también cenas. Los viernes además ofrecen hamburguesas para atraer a los jóvenes. Apenas sirven copas. Prefieren mandar las sobremesas a hacer gasto al bar de Manolo, o a la discoteca El Soportal. Los demás días son de descanso laboral y maratón mental, siempre buscando mejorar Caín, y su carta de esencia clásica y alma revolucionaria. Como Anaí Meléndez. Aunque confiesa: “parecemos modernas pero no lo somos”.
(Derechos exclusivos, El País de Madrid).