Si algo provoca genuina indignación moral es la corrupción en la política, la presencia de “políticos chorros”. Hay una actitud dura entre quienes no aceptan que sus gobernantes actúen con impunidad. No se tolera el enriquecimiento personal ni el uso ilícito de recursos públicos para financiar campañas o causas afines.
Sin embargo no siempre es así. Es cada vez más frecuente ver que el político que ayer era acusado de “chorro”, hoy pasa a ser una inocente víctima de la persecución judicial a manos de poderes ocultos que todo lo pueden. Asombra ver cómo en Argentina y en España, sectores importantes de la población que predican el retorno a la honestidad, a la vez defienden a gobernantes que metieron la mano en la lata en forma alevosa. La contradicción es flagrante, la hipocresía es pasmosa.
Lo de España es una historia que viene de lejos aunque acá los medios locales nunca le dieron importancia. Como bien recuerda Danilo Arbilla en su última columna, al querer saber qué pasa en tantos temas importantes, solo se relatan “ajustes de cuenta, balaceras, robos de motocicletas, afane de perfumes y poca cosa más”. Noticias, noticias, nada.
Por eso a algunos sorprende que un líder de buena pinta, fácil palabra y además socialista (por lo tanto impoluto) termine acorralado por las acusaciones penales contra sus más cercanos colaboradores.
Mientras acá los medios se dedican a cubrir robos y balaceras, el resto del mundo tuvo profusa información sobre cómo Pedro Sánchez armó una red que amenaza con destruir a España como país, con tal de seguir sentado en la silla del presidente. Sus promesas rotas y sus mentiras flagrantes son pan de todos los días desde que asumió el gobierno. Ahora se denuncian negociados muy turbios por gente de extrema confianza suya.
Pero para Sánchez y sus seguidores, la corrupción es poca cosa ante la importancia del “proyecto”. La consigna es que es mejor ser corrupto a que gane la derecha. Como si por solo ser de izquierda alcanza para ser los únicos “buenos” aunque la evidencia demuestre que no es así.
Los hechos importan. Se cometieron delitos, muy graves en algunos casos y no pueden ni deben ser perdonados. En Argentina la situación es aún peor, porque la sociedad vio cómo los gobiernos kirchneristas actuaban con total impunidad en sus negociados. Pruebas sobran. Si tanto se habló de la corrupción en los tiempos de Menem, lo que vino después fue megacorrupción a niveles asombrosos.
Tras años de investigaciones judiciales en diferentes tribunales, con el trabajo de fiscales de riguroso profesionalismo que presentaron pruebas irrefutables, ya no quedaba más que decir. El fallo de la Suprema Corte dio la última palabra y terminó con un largo proceso donde una y otra vez se demostró que efectivamente se cometieron delitos.
Para un país convencido de que los políticos corruptos gozan de impunidad y donde la corrupción nunca se castiga, el fallo debió ser celebrado. Ahora sí se podía creer en la Justicia. Quien iba preso ya no era un mandadero que asumía culpas de los de “más arriba”. La sentenciada fue la propia expresidenta de la nación.
Cuando en Argentina al fin se puede creer en la Justicia, resulta que para mucha gente Cristina es inocente. Todo lo que se investigó, se vio en video y se demostró en cada una de las instancias judiciales es falso y ella es una pobre víctima de la oligarquía y los grandes intereses y de la larga lista de conspiradores antipopulares a los que cierto peronismo delirante tanto le gusta apelar.
Acá en Uruguay hubo quienes se anotaron en ese carnaval populista. Carnaval que al avalar a la expresidenta termina avalando el robo, la deshonestidad, la corrupción y la inmoralidad.
Un legislador pidió al gobierno una declaración de solidaridad y el Partido Comunista mostró su alarma por lo que veía como un ataque a la democracia argentina.
Justo una vez en que las instituciones funcionan y se juegan y actúan como es debido, a los comunistas se les ocurre preocuparse por lo que ven como un atentado contra la democracia.
No se trata de un asunto de identidad partidaria o ideológica. Lo que está en juego es la decencia, la honestidad: una honestidad elemental y básica.
Si robó y quedó demostrado que lo hizo, debe ir presa. Acusar a quienes fallaron contra la expresidenta en un juicio justo, es caer en la apología del delito. Es asumir que robar está bien si lo hace alguien que nos simpatiza. Y eso es profundamente inmoral.