Reducir lo sucedido el pasado jueves 18 a una manifestación por la situación humanitaria en Gaza o a un episodio aislado de antisemitismo de un grupo radical es un brutal error. Lo que tuvimos fue la ruptura de los límites más básicos en la forma de hacer política que son admitidos en nuestra democracia. Se acosó a niños por su origen étnico, religioso o nacional ante el silencio pavoroso de buena parte del espectro político, incluido el Presidente de la República.
Es un drama que las autoridades acepten el quiebre a las reglas de juego de nuestra democracia que esto representa. Si no ponemos todos el grito en el cielo ante un hecho tan burdamente fuera de lugar estamos abriendo la puerta a formas de hacer política violentas, de las que pronto nos arrepentiremos.
Cuando el intelectual chileno Carlos Peña reflexiona sobre lo sucedido en su país en 2019 dice una cosa muy elemental en la que falló el sistema político: la falta de condena a la violencia como forma de hacer política ante su forma más incipiente. Él muy bien explica que la democracia no exige ninguna convicción particular, admite en su seno todo tipo de diferencias, solo tiene una enorme prohibición; está excluida la violencia. Quien no renuncia a la violencia como herramienta política, quien cree que perseguir, intimidar, amenazar o restringir la circulación del otro puede ser un instrumento legítimo no puede participar de ella.
La violencia debe siempre estar excluida de la democracia, no importa “lo noble” que pueda ser la causa que “justifique” una “pequeña violencia”. Supongamos que damos por bueno que Israel es un Estado genocida (lo cual no se ajusta a las definiciones más extendidas), pero imaginemos por un momento que así es. ¿Sería aceptable señalar a personas por pertenecer a la colectividad judía?
¿Prohibir que deportistas israelíes participen en competencias deportivas? ¿Dejar de hacer negocios con empresarios de ese origen? ¿Acosar niños uruguayos judíos en la puerta de su escuela? Es evidente que no, en cualquier democracia esto estaría fuera de lo posible. Nunca se puede “hacer pagar” a un individuo por tener cierta etnia, religión o nacionalidad; aplicarle violencia ilegal a personas es discriminación, fascismo y totalitarismo; nada tiene que ver con la democracia.
En España la locura antisemita de la izquierda populista está llevando la barrera más lejos. “Su lucha” contra las políticas del Estado de Israel incluye perseguir a ciclistas que compiten en un equipo de dicho origen. De forma increíble están repitiendo errores del pasado, legitimando la violencia como forma de hacer política a pesar de que el boomerang ya les ha pegado en la cara por hacerlo.
Hace algunos años esta misma izquierda populista defendía y legitimaba el violento y fascista instrumento del escrache como forma de hacer política. Justificaba interceptar entre muchos a adversarios políticos para señalarlos, gritarles, prohibirles el paso y tanto más. Pablo Iglesias decía que los escraches eran un instrumento que “democratiza los debates políticos” y los definía como “el jarabe democrático de los de abajo”.
Él mismo participaba en estas violentas actividades políticas en donde se sometía al adversario al acoso sin ninguna posibilidad de debate racional. Pocos años después el viento cambió, y hoy son ellos, y sus hijos, los que en sus propias casas y en sus escuelas sufren escraches de adversarios políticos violentos.
La hipocresía es tal que hoy, sufriendo de total amnesia sobre lo que decía, Pablo Iglesias se plantó frente a un micrófono con cara de compungido para defender la más evidente norma de convivencia democrática: “no se puede acosar a alguien por pensar diferente”.
En Chile, en España, en EE.UU., en Uruguay y en cualquier otra democracia del mundo se debe rechazar siempre la violencia como instrumento político. Cuando se abre una ventanita violenta por individualmente inofensiva, o por ser a favor de una causa “muy justa” no se sabe cuándo se cerrará.
Lo que sucedió el jueves 18 en la esquina de la Escuela Integral no fue sobre Gaza, tampoco fue solo sobre antisemitismo. Es sobre la democracia uruguaya, lo ocurrido debe despertar el más frontal repudio de todos. Haríamos muy mal en no solidarizarnos unánimemente con la colectividad judía, es inaceptable que se acose a niños uruguayos judíos o de cualquier otra condición.
Más grave aún es la legitimidad que tuvo, por acción u omisión, representa la ruptura de una barrera en la forma de hacer política en nuestro país.