La meritocracia quebrada

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Esta palabrita se ha vuelto el eje de muchas discusiones a nivel global. En nuestro país esto es incipiente y parte de la lectura liviana y algo cipaya de nuestra pretendida intelectualidad “progre” de muchos manuales políticos europeos. Donde se vincula la aspiración meritocrática con una especie de engaño neoliberal, diseñado para tener a las masas luchando por un progreso individual que nunca se termina concretando.

Claro que quienes critican esta meritocracia ofrecen una alternativa ponzoñosa. Una visión donde en vez de ubicar el esfuerzo y la capacidad de superación como elemento definidor del estatus individual en una sociedad, todo se reduce a una lucha de colectivos, donde la mejora de las condiciones de vida sólo se alcanza con base en cortarles la cabeza a los que sobresalen para igualarlos con los que no.

Y quien define la altura que debe tener cada uno, es un estamento burocrático que maneja el Estado.

En medio de esta discusión, un reciente artículo de prensa promete fogonear todavía más el debate. El prestigioso columnista estadounidense David Brooks acaba de publicar un apasionante ensayo en la revista The Atlantic llamado “Cómo la Ivy League quebró a Estados Unidos”. Allí el analista sostiene que el sistema meritocrático que a partir de los años 30 del siglo pasado llevó a Estados Unidos a ser la principal potencia del mundo, ha perdido su conexión con la realidad, su efectividad. Y, por ende, la confianza de los estadounidenses.

Brooks apunta a que una de las consecuencias de esta pérdida de confianza, en el sistema de progreso personal que marcó el ascenso americano, es la victoria de Donald Trump. Y la asocia a que muchos ciudadanos comunes, de sectores medios y bajos, ya no creen que el sistema les dé garantías de que alcanza con el esfuerzo y sacrificio personal para mejorar en la vida.

El argumento de Brooks es particularmente desafiante, pero también puede llevar al engaño al lector frívolo (¡ay, cuando alguien lo lea en Ciencias Sociales de la UdelaR). Porque no es que el autor critique la meritocracia de por sí. Lo que señala es que el sistema, tras un siglo de funcionamiento eficaz, habría logrado ser corrompido por las elites.

De esta forma, quienes lograron llegar a lugares de privilegio debido a su esfuerzo y estudio de acuerdo a los cánones impuestos por la academia americana se aprovechan de su manejo del sistema para lograr que sus hijos saquen una mejor tajada, sin tener que esforzarse al mismo nivel que ellos. Es más, Brooks explica de manera detallada cómo el sistema de exámenes estandarizados que usan todas las universididades americanas para definir el ingreso a las instituciones “top” ha sido de alguna forma manipulado, para que hoy sea servil al mantenimiento de una especie de aristocracia endogámica, y que ha perdido buena parte de su conexión con la sociedad, sus necesidades y reclamos.

O sea, lo que Brooks critica no es la meritocracia en sí misma, sino cómo el sistema de ascenso social en EE.UU. ha terminado por ser copado por esta nueva aristocracia intelectual, perdiendo así la confianza de la sociedad en general, de que sea la mejor herramienta para el bien común.

Es un planteo muy desafiante, sobre todo viniendo del país que es la principal potencia del mundo. No sólo en lo militar, sino, especialmente, en lo económico e intelectual. Y, más allá del realismo de su tesis, deja en evidencia cómo el rol de un intelectual debe ser cuestionar su propio ambiente, para así ser funcional al progreso de la sociedad.

Eso es exactamente lo que falta en Uruguay.

Nuestro país vive un estancamiento doloroso en materia académica, intelectual y política, que lleva más de medio siglo. Un estancamiento que tiene que ver con el sistema económico que sostenemos: estatista, conservador, que cree que se puede sostener un desarrollo económico con base en exprimir al sector agropecuario y sacando a “los ricos”, para subsidiar actividades improductivas y programas que mantienen a la gente en la miseria mendicante, al servicio de una burocracia ineficiente y que no para de crecer. Lejos de cuestionar esto, nuestras usinas de pensamiento lo único que hacen es defender este stato quo como un ideal fuera de toda crítica. Mientras apuntan contra cualquiera que ose hacer olas en este barco que, lenta pero inexorablemente, cada año tiene el agua más cerca de la cubierta.

Por eso Estados Unidos logra evolucionar y mantener su sitial de privilegio en el mundo, y América Latina, en general, y Uruguay, en particular, está como está.

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