Imperialismo yanqui

Tuvo escasísima repercusión en estos meses entre nosotros el cambio de política exterior llevado adelante por la administración Trump con relación a su Agencia para el Desarrollo Internacional (USAID, en inglés). Se trata de una agencia federal independiente, creada en 1961 en plena Guerra Fría en la época de la Presidencia de Kennedy, y cuya función es planificar y administrar la asistencia económica y humanitaria que brinda Estados Unidos (EE.UU.) al mundo entero.

Como EE.UU. es la principal potencia mundial, el presupuesto con el que contaba hasta 2024 esta agencia representaba alrededor del 40% de la ayuda internacional total, y alcanzaba a más de 120 países. Para hacerse una idea de los montos de dinero que maneja la USAID, estamos hablando por año de más de la mitad de todo el PBI del Uruguay: un poder enorme para influenciar aquí y allá, en función de los intereses gubernamentales de Washington.

Por un lado, todo este enorme presupuesto ha sido siempre financiado por el contribuyente norteamericano que, hasta la llegada de Trump en enero de 2025 a la Casa Blanca, tenía realmente muy poca idea de cuáles eran los gastos en los que incurría esa agencia USAID. Por otro lado, cuando en estos meses se pasaron a conocer los detalles de la USAID, fueron muy pocos los que por estas latitudes pegaron el grito en el cielo contra ese imperialismo yanqui de influencia mundial.

El secreto del asunto es que algunos de los programas que estaba financiando la USAID hasta 2024 resultaban completamente alineados con la ideología izquierdista-globalista. Como esa ideología forma parte de los compañeros de ruta de la izquierda latinoamericana, los que durante décadas chillaron contra la nefasta influencia del pérfido Tío Sam, esta vez todos hicieron un profundo y prolongado silencio. Y vale la pena prestar atención a algunos de esos programas en donde EE.UU. ponía su dinero e influencia a través de la USAID, hasta que en enero pasado llegó Trump al poder.

Donó decenas de millones de dólares en Afganistán, Yemen y Siria, con beneficiarios dentro de los cuales figuran organizaciones radicales alineadas con organizaciones terroristas; apoyó a programas en favor de vehículos eléctricos en Vietnam; a una clínica médica transgénero en India; donó 1,5 millones de dólares a un grupo LGBTQ para “promover la diversidad, la equidad y la inclusión en los lugares de trabajo y las comunidades empresariales” en Serbia; una cifra parecida para la inclusión del arte y la discapacidad en Bielorrusia, y otra similar para promover la defensa de los derechos LGBT en Jamaica; 2 millones de dólares para cambios de sexo en Guatemala; casi 4 millones para causas LGBT en Macedonia; casi 5 millones de dólares para combatir la desinformación en Kazajistán; 10 millones de dólares en comidas a un grupo terrorista vinculado a Al Qaeda, el Frente Nusra; casi 8 millones de dólares a un proyecto para enseñar a periodistas de Sri Lanka a evitar el lenguaje binario de género; y más de 8 millones para la educación sobre equidad e inclusión en Nepal, entre otros millonarios gastos de este tipo.

A raíz de la investigación de la administración Trump, que mostró a la opinión pública el tenor de este tipo de gastos internacionales completamente sesgados en sus objetivos ideológicos, en marzo pasado el secretario de Estado Marco Rubio anunció la cancelación de más del 80% de los programas de esta agencia federal.

Su declaración fue que los más de 5.000 contratos cancelados implicaban gastos de miles de millones de dólares que no favorecían (y en algunos casos incluso dañaban) a los intereses nacionales fundamentales de EE.UU..

Se abren así dos sencillas conclusiones. En primer lugar, seguramente haga falta conocer más y mejor qué influencias pudo haber ejercido la USAID en nuestro continente, y en nuestra región, en favor de este tipo de agenda que hace de los problemas de la comunidad LGBT de Macedonia, por ejemplo, un objetivo de ayuda estadounidense. ¿Acaso se financiaron de forma discreta programas similares en Latinoamérica y en Uruguay en particular?

En segundo lugar, es evidente que una potencia como EE.UU. debe tener programas culturales de ayuda internacional.

Sin embargo, lo que hay que tener muy presente, es que a la vista está que estos de la USAID no se alineaban con los verdaderos intereses y preocupaciones de las mayorías de las poblaciones de los países en los que eran distribuidas esas ayudas. En otras épocas, a este tipo de prácticas estadounidenses, la izquierda les llamaba imperialismo yanqui.

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