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Aprender de Chile

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Hay que tomar consciencia de que existe una izquierda radical que sigue sin creer en la democracia liberal y representativa, y que está dispuesta a movilizaciones callejeras cuya violencia lleve a la desestabilización del gobierno legítimo.

Las movilizaciones sociales que empezaron el 18 de octubre pasado en Chile dieron a luz un escenario político y social rupturista. Importa seguirlo de cerca porque hay varias lecciones que aprender.

En primer lugar, si bien es evidente que hubo una base popular amplia que terminó en manifestaciones multitudinarias que fijaron consignas reformistas, sobre todo en lo social y en lo económico, no es menos cierto que Chile sufrió el ataque, metódico y ampliamente diseminado, de grupos izquierdistas organizados y radicales que la emprendieron con furia contra la institucionalidad del país. Desde decenas de paradas de metro en Santiago atacadas con violencia y premeditación, hasta atentados contra distintas instalaciones del Estado -desde museos hasta destacamentos policiales, pasando por oficinas públicas o infraestructura de servicios de salud-, todo el territorio trasandino ha sufrido una embestida terrorista que, en otras circunstancias, podría perfectamente haber derribado la democracia.

En segundo lugar, la salida institucional sobre la cual se pusieron de acuerdo los principales partidos políticos chilenos llevó el centro de atención hacia una posible reforma constitucional, cuyo plazo de realización podría llegar a llevar dos años. Aquí hay al menos dos interrogantes que naturalmente se plantean. ¿Acaso los principales problemas de Chile se resuelven con una nueva constitución? ¿Acaso es útil que Chile se enfrasque en un debate institucional-constitucional que puede durar dos años, cuando hay urgencias sociales y económicas que naturalmente quedarán en segundo plano de la atención pública por causa de este proceso de reforma?

En tercer lugar, la movilización social provocó un viraje fenomenal en la impronta del gobierno de Piñera. La agenda de temas cambió. La legitimidad para llevar adelante ciertas reformas quedó mellada. La urgencia de todos los días pasó a prestar atención antes que nada y sobre todo a garantizar el orden público que, un día sí y otro también, es puesto en tela de juicio: los ataques contra la policía no han cesado; los atentados contra infraestructuras públicas ocurren en todo el país; y los desmanes y el caos en ciertos espacios públicos y a ciertas horas de la noche son algo casi que cotidiano desde la pasada primavera.

Todo esto pasa además en un contexto de inseguridad gravísimo. Por un lado, jueces, políticos y autoridades del Estado en general son amenazados por la posibilidad de rápidas movilizaciones de turbas que deciden sancionarlos con escraches en sus domicilios familiares, por causa de tal o cual decisión que pudieron haber tomado, y sobre las cuales esas turbas enardecidas están en desacuerdo.

Por otro lado, ningún comerciante está a salvo de que una “espontánea” manifestación excitada ataque su comercio y lo saquee. No hay defensa frente a este tipo de agresiones casi impunes, y se multiplican en Santiago los pequeños carteles en las vidrieras de los comercios que suplican piedad a los eventuales embrutecidos manifestantes.

De todo esto hay al menos dos cosas que aprender. Primero, la importancia de la gobernabilidad política. Piñera no contó con mayoría propia en el Parlamento, a diferencia de lo que ocurrirá en nuestro país a partir de marzo. Las consecuencias son grandes, ya que el Ejecutivo chileno no logró amplios consensos para sus políticas. Y segundo, la necesidad del estrecho vínculo electoral entre el gobierno y el pueblo: el Ejecutivo chileno no contó con figuras de primer orden entre sus ministros, como sí tendrá el equipo de Lacalle Pou a partir de marzo. El peso de la legitimación de las urnas entre los futuros ministros Talvi, Larrañaga, Moreira o Mieres, por ejemplo, blindan de apoyo político y ciudadano al futuro Ejecutivo.

Pero hay otra enseñanza clave del caso chileno, y es que hay que tomar consciencia de que existe una izquierda radical que sigue sin creer en la democracia liberal y representativa, y que está dispuesta a movilizaciones callejeras cuya violencia lleve a la desestabilización del gobierno legítimo elegido libremente por el pueblo. Es una izquierda que no acepta los resultados de las urnas y que prefiere romper todo antes que permitir transitar el pacífico camino reformista de un gobierno liderado por partidos y personas que no son de su signo político. Es una izquierda, en definitiva, que no tiene ningún problema en llevarse por delante la paz y el orden público en democracia.

Hay que estar bien atento a este fenómeno chileno cuyo talante puede perfectamente extenderse a otros países del continente.

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