Delfina Erochenko Gentile | Estados Unidos
@|Un niño de cinco años desliza sus dedos pequeños sobre la pantalla de una tablet, con una precisión casi experta que carecen los adultos más adestrados en el mundo de la tecnología. En un restaurante, a un bebé se le coloca un celular en frente, en el cual se reproduce un video de YouTube; el bebé se ríe mientras unas caricaturas cantan. Los padres, felices. Total, ya no tienen que dejar de lado la comida y la conversación porque el hijo ya está ensimismado en el mundo de las canciones infantiles al que ese pequeñito aparato, casi mágico, le está dando acceso.
Casos como estos, todos los hemos visto, o tal vez hemos conocido a algunos de esos padres cansados. De esos que después de una jornada larga, ardua, ya no da más. De esos padres que quieren un poco de paz y tranquilidad. Esa tentación de dejar que estos aparatos desempeñen el papel de padre o madre, aunque sea tan solo por unos minutos, a muchos les gana. Pero con tal de obtener esa ansiada tranquilidad, ¿no estaremos dándole rienda suelta a una bestia cuya hambre insaciable por lo fácil y rápido, las soluciones inmediatas, y el placer inmediato no tenga fin? No se trata de criticar las decisiones de los padres, pero sí de quitarles la venda de los ojos para que entiendan que aunque tengamos las mejores intenciones para los niños, la tecnología puede ser un lobo disfrazado de abuelita.
A una edad cada vez más temprana, vemos como los pequeños toman sus primeros pasos introductorios en las redes, ya sea por influencia de sus amigos o porque los padres les han permitido abrir una cuenta social. Les da la bienvenida un mundo que puede ser acogedor, con oportunidades infinitas de hacer amigos y aprender más sobre sus intereses. Una enciclopedia infinita de conocimiento que contiene en sus estantes digitales más tomos que la legendaria Biblioteca de Alejandría. Sin embargo, este mundo también cuenta con una oscuridad tenebrosa que me estremece hasta los huesos. Una realidad en la que las cámaras de eco y el odio desmedido no tienen filtro, y en la cual los padres no siempre están presentes para explicarles a esos niños por qué algún fulanito desde el anonimato dice que todos quienes pertenecen a cierta religión deben morir, o por qué en la sección de comentarios de una noticia sobre un nuevo conflicto bélico, hay gente que recurre a las generalizaciones y los estereotipos para apoyar u oponerse a las violaciones de los derechos humanos que conllevan todas las guerras.
Aunque los padres monitoreen el contenido al que sus hijos están expuestos, aunque existan herramientas para vigilar los sitios de web a los que acuden y con quién hablan, es imposible que puedan protegerlos de todo.
Claro que hay que enseñarles a estos pequeños cuyas mentes en pleno desarrollo borbotean con infinita curiosidad y que todo lo quieren saber, que en la vida hay cosas buenas y malas. Que no todo es amor y paz, que las guerras sí que existen y le cobran peaje a todos los desgraciados que han tenido la mala suerte de nacer en el lugar equivocado durante el tiempo equivocado.
Pero esas enseñanzas suceden paulatinamente. No tienen por qué aprenderlo de golpe, expuestos a imágenes escalofriantes que dejan pálidos hasta a los adultos.
Estos jóvenes cerebros, bombardeados cotidianamente de información y publicidades, sin un resquicio de paz, adictos a la satisfacción de ver una tras otra, una cadena de videos breves, diseñados para satisfacer las partes más primitivas de nuestro cerebro, se convertirán en adultos de temperamento ermitaño que, al quedar hipnotizados con el canto de sirena de las redes, sentirán que no les hace falta nada en la vida. Estas redes se han vuelto un enredo del que nos cuesta escapar. Sobre todo, si de esta red no nos podemos desenredar ni los adultos; ¿existe esperanza para los niños?