Roberto Alfonso Azcona | Montevideo
@|Si la escuela no seduce, no culpe al ausente.
Mientras el Estado reparte folletos y sermonea por televisión, la escuela tradicional se lava las manos; señala a las familias como culpables del ausentismo, pero jamás se pregunta por qué tantos jóvenes ya no ven sentido en sentarse en un pupitre.
¿Y si el problema no es que los chicos faltan, sino que la escuela no ofrece nada que valga la pena?
La campaña oficial no propone soluciones, propone culpa, invoca el deber cívico, la conciencia, el compromiso… pero esquiva lo incómodo.
¿Dónde están los incentivos reales para que una familia elija mandar a su hijo a una escuela que no le garantiza ni empleo ni autonomía?
¿Dónde está la flexibilidad para quienes trabajan, cuidan o simplemente necesitan otra forma de aprender?
La narrativa punitiva es cómoda, sirve para justificar lo simbólico, proteger burocracias y evitar reformas. Convertir el ausentismo en pecado moral permite criminalizar la necesidad y esconder la ineficiencia; así, el sistema se exonera mientras las familias cargan con el fracaso ajeno.
Horarios rígidos, materias desconectadas del mundo real, cero autonomía local.
¿De verdad creemos que esa oferta puede retener a jóvenes que necesitan trabajar, cuidar o progresar rápido?
Si estudiar no paga, no seduce, no transforma,
¿Por qué esperar fidelidad?
La culpa no está en los hogares, está en un sistema que no compite por su lealtad.
Lo que sí compite son propuestas concretas, incentivos directos a familias vulnerables, formación dual que combine estudio y trabajo, autonomía escolar con métricas claras, microbeneficios logísticos que eliminen barreras reales, y transparencia radical en los datos por escuela; eso sí puede cambiar el juego.
Si el Estado quiere que los jóvenes vuelvan, que empiece por ofrecerles algo que valga la pena; la prédica sin reforma es ruido, la culpa sin opciones es abuso.
La educación pública debe dejar de exigir lealtad y empezar a merecerla, porque si no seduce, no culpe al ausente.