Roberto Alfonso Azcona | Montevideo
@|La agresión a una maestra -un hecho lamentable que nunca debería ocurrir- ha desencadenado una reacción que pone en tela de juicio el rol de la protesta y la respuesta política en nuestras instituciones educativas. Lo que comenzó como un incidente violento se ha transformado en un paro en las escuelas de Montevideo, una respuesta que, lejos de restaurar el orden, parece alimentar una espiral de violencia y división.
El respeto por la autoridad es fundamental para el funcionamiento de cualquier sociedad. La reciente protesta evidencia un deterioro en esa base, donde la reacción a un acto de violencia no se orienta a sancionar al agresor ni a restituir el orden, sino a reconfigurar el debate en términos de victimización y confrontación. El autoritarismo, entendido como el ejercicio legítimo de la autoridad, se ha visto socavado cuando el diálogo y el compromiso ceden el paso a posturas radicales.
Es preocupante observar cómo, en medio del clamor social, se esgrimen acusaciones que, lejos de esclarecer los hechos, parecen diseñadas para fines políticos. La acusación falsa se convierte en un instrumento de movilización ideológica, en el que ciertos sectores de la izquierda utilizan el incidente para justificar demandas que, en ocasiones, desvían la atención de la verdadera problemática: la necesidad de construir consensos y promover la convivencia. El uso de narrativas preestablecidas para encuadrar el conflicto contribuye a polarizar a la sociedad y a debilitar la confianza en las instituciones.
La respuesta de paralización en las escuelas se traduce en una acción que, lejos de calmar la situación, genera una reacción violenta contra quienes, en su mayoría, son estudiantes ajenos al conflicto original. Esta estrategia de “matar fuego con fuego” no solo pone en riesgo el proceso educativo, sino que siembra un ambiente donde la violencia se normaliza y se percibe como respuesta legítima ante la agresión. La consecuencia es una sociedad en la que el debate se sustituye por la confrontación directa y, paradójicamente, donde la educación -destinada a formar ciudadanos críticos y respetuosos- se ve mancillada por intereses partidistas.
Resulta inquietante constatar que algunos sectores sindicales, en lugar de asumir un rol constructivo en la búsqueda de soluciones, opten por utilizar el paro como una jornada para adoctrinar y reforzar líneas ideológicas. El tomar un día libre con fines políticos, en vez de centrarse en la resolución de conflictos y en la garantía de un ambiente seguro para el aprendizaje, es señal de una responsabilidad que se tergiversa. Esta tendencia a emplear la protesta como escenario de discursos partidistas compromete el futuro educativo y, a la larga, debilita la cohesión social.
Bajo el contexto del gobierno de Orsi, las tensiones actuales podrían intensificarse de manera dramática. La visión política que legitima la utilización de acusaciones infundadas y la normalización de respuestas violentas encaja en un escenario donde la polarización se convierte en moneda de cambio. Si la dirección política futura opta por políticas que refuercen estas dinámicas, es previsible que la erosión del respeto a la autoridad y la instrumentalización de la protesta se consoliden, dejando a los estudiantes y a la sociedad en general en una posición cada vez más vulnerable.
El reciente paro en las escuelas de Montevideo es mucho más que una respuesta a un acto violento; es un síntoma de una crisis más profunda en la relación entre el poder, la educación y la política. Recuperar el respeto a la autoridad requiere un compromiso colectivo que vaya más allá de respuestas reactivas y que se fundamente en el diálogo, la justicia y el verdadero interés por el bienestar de la comunidad. Solo así se podrá evitar que la violencia se convierta en el lenguaje predominante en nuestras instituciones y se cierre la puerta a la construcción de una sociedad más cohesionada y respetuosa.