Cuando se comentaba que el objeto de esta columna sería el aberrante y despreciable episodio de violación grupal de una joven, pero, sobre todo, la polémica posterior, la reacción del interlocutor de turno era ilustrativa.
En función del grado de simpatía por este periodista, la misma iba desde una súplica para cambiar de tema, a una mirada lateral, con alza de ceja compadeciente... Como quien mira a un novillo que marcha al frigorífico.
Pero acá estamos. Es que más allá del hecho en sí, que merece toda la condena social, y penal, hay cosas de lo que sucedió después, que necesitan ser discutidas. La consustanciación con la causa, no puede obviar excesos y planteos al filo del absurdo de algunos activistas. Casi tanto como los comentarios de ciertos “aliades”, que parecían hablar más desde las hormonas que desde la conciencia.
Permita el autor que empecemos por lo que nos pega más cerca: la necesidad de algunos comentaristas de culpar a los medios por todo lo malo que pasa en la sociedad. En este caso, los dedos índices nos señalaron por no dar suficiente destaque al tema, o por usar terminos como “presunta” en la cobertura.
Sobre ésto último, alcanza con “comerse” un par de audiencias penales, para aprender que en Uruguay todo es “presunto” hasta que hay sentencia definitiva. Más vale que sobre a que falte. Simple.
Sobre lo anterior, este periodista ha estado a cargo de la tapa del diario en casos estivales que generaron similar enojo. Particularmente recordamos el de aquel baño de Santa Teresa, u otra violación grupal en Valizas, que terminó no siendo tal. En ambos casos le dimos gran destaque, y muchas de las mismas voces que ahora nos acusan de “cómplices” o “tibios”, nos afeaban lucrar con la tragedia o “revictimizar” a las mujeres. Uno puede entender el enojo y el hartazgo, pero la coherencia no debería ser un valor a despreciar.
Un segundo tema es la generalización. Al parecer, este hecho puntual, nos debe interpelar a todos los hombres, todos seríamos responsables de alguna forma de mantener una supuesta “cultura de la violación”, por cosas que van desde participar de grupos de WhatsApp donde circula pornografía, hasta la simple portación de cromosoma “Y”.
Esto permite muchas reflexiones. La primera es que por algo la responsabilidad penal es individual. Cuando la misma es de todos, no termina siendo de nadie. Y los malnacidos capaces de un acto de ese tipo, no merecen tener ni un ápice de su culpa diluída.
Segundo, esa “cultura de la violación”... ¿sería algo uruguayo, latinoamericano, occidental...? Da la impresión que en culturas como la islámica o la “subsahariana”, las mujeres no son mucho más consideradas. ¿Sería algo genético, inherente al hombre? Seguramente que no, porque en ese caso no sería cultural, ni podríamos hacer nada al respecto.
Por último, este autor participa de decenas de grupos de WhatsApp, y no vamos a pretender que en todos se habla de Kant y arte precolombino. Ahora nunca, jamás, en los ya bastantes años que camina por la tierra, percibió no ya un festejo, sino una referencia velada que se pareciera a justificar un abuso de este tipo. No es que eso sea evidencia científica de nada, pero decir que existe una aceptación general, tácita y viril de pasar por encima de la voluntad de una mujer, déjeme decirle que no es así.
Otro punto es la referencia a que la facilidad para el consumo y circulación de pornografía que permiten las tecnologías de hoy, sería fomento de este tipo de actos aberrantes. Hay estudios muy serios que muestran exactamente lo contrario. Y sugerir que el consumir esas cosas tiene un impacto tan directo y perverso en el accionar humano... suena a argumento de Jimmy Swaggart o de los bautistas de Westboro. (Googleén, millenials).
Mejor evitar ingresar en un análisis profundo de la proclama leída el viernes en la marcha de Montevideo. Porque es claro que siempre hay grupitos de delirantes que aprovechan la expresión de legítima bronca social, para llevar agua a su minúsculo pozo.
A los violadores, todo el peso de la ley. Y nunca está mal que como sociedad nos obliguemos a mirar ciertas actitudes que damos por aceptadas, y que no deberían serlo. Pero tampoco parece ser justo ni constructivo, incluso para esas mismas causas que decimos defender, el forzar lecturas que parecen tener profundos agujeros teóricos y fácticos. O alimentar uno de los grandes vicios de la era actual, que es la llamada “cultura de la indignación”. Que no solo es estéril, salvo para algunos activistas profesionales, sino que es dolorosamente selectiva.
Esta misma semana, la atleta uruguaya Deborah Rodríguez fue víctima de feroces ataques racistas mientras entrenaba en Maldonado. Un problema grave que tiene soterrado la sociedad uruguaya, complacida con su discurso de que eso acá no pasa. La indignación general ante este otro hecho bochornoso ha brillado, reveladoramente, por su ausencia.