Una obra maestra sobre el libre albedrío

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Álvaro Ahunchain
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Pido permiso al editor para salirme bruscamente de los temas que abordo en esta columna y poner el pie en territorio ajeno: el cine que exhibe Netflix.

El fin de semana pasado vi una película mayor, de esas que nos conmueven cuando nos exponemos a ellas y luego las seguimos rumiando por horas y días. Me refiero a "Black Mirror Bandersnatch" y solicito a quien no la haya visto que suspenda aquí la lectura, porque voy a revelar algunas de sus escenas.

¿Por qué es una película importante? Porque lleva hasta el paroxismo un recurso del que ya existían antecedentes, pero con un uso más liviano y meramente recreativo: la interactividad del espectador.

Cada tanto, quien mira esta última gran obra del inglés Charlie Brooker tiene que tomar decisiones por el protagonista, eligiendo desde cosas nimias (qué música escuchará en su walkman, con qué long play se quedará en la disquería) hasta otras bastante más comprometidas (si solo gritará al padre o lo asesinará, si se tirará de un balcón de un rascacielos o incitará a que lo haga un amigo). Hasta ahí, todo podría reducirse a una variante televisiva de aquellos libritos de "Elige tu propia aventura", una idea interactiva inspirada a su vez en la ruptura formal de Julio Cortázar en su célebre "Rayuela". Pero el asunto es más profundo. Hay una clara intención estilística de lo que la crítica literaria define como "mise en abyme", puesta en abismo: un paralelismo de relatos que contienen a otros relatos en su seno, como las muñecas rusas.

Así, el protagonista de la película es un diseñador de videojuegos de los 80, obsesionado en armar el "árbol de decisiones" de uno en particular: qué pasa si el jugador elige este camino y qué pasa si elige este otro. La puesta en abismo se expresa en que el espectador de la película hace exactamente lo mismo sobre la vida del personaje: con sus decisiones puede conducirlo al fracaso o a la consagración profesional, no por la ética de dichas elecciones sino simplemente por el azar de la vida. Al principio, la simple opción entre dos tipos distintos de cereales con los que desayunar determinará si, sobre el final, el protagonista será descubierto y encarcelado por un crimen o no.

Al mismo tiempo, la potestad que tenemos de armar nuestra propia historia nos convierte en sus co-creadores. El autor quiere expresarnos que lo que vemos en televisión (aún aquello de mal gusto o violencia superflua) no es tonto porque un malvado capitalista de los medios quiera imponérnoslo, sino porque nosotros así lo reclamamos. Es brillante la escena en que la película ingresa en una hondura existencial (el diálogo del protagonista con su psicóloga, acerca de un trauma de su infancia) y se ofrece al espectador que decida si quiere que la escena se torne de pronto menos pesada y más divertida. Si uno elige la alternativa "¡sí, carajo!", esa sesión de terapia deviene en una insólita lucha ninja entre la profesional y el muchacho, que no tiene absolutamente ninguna relación con la lógica de la trama, pero procura burlarse del talante pasatista de quienes optamos por ella. Pocas veces hemos visto la apelación a las emociones del espectador tan certeramente explotadas en un guion cinematográfico.

Y es que la película también habla de las formas de control social a que nos conduce este mundo hipermediatizado, con gente anónima que desde las redes sociales sustituye al sistema de justicia, a la hora de enviar sumariamente a la hoguera a los réprobos o endiosar a los mediocres.

Llega un momento en que el protagonista comprende que no es él quien toma las decisiones de su vida y se pregunta quién lo hace. Tecleando en nuestro control remoto hacemos que la pantalla de su computadora le conteste nada más ni nada menos que la verdad: que él es un mero entretenimiento de Netflix (como la ficción se desarrolla en los 80, los personajes no tienen idea de qué es Netflix ni qué es una plataforma de streaming). La puesta en abismo se agiganta, porque del mismo modo que nosotros hacemos entender al protagonista que él no es libre de sus actos, que se los estamos imponiendo con nuestros caprichos, el autor nos da a entender en paralelo que nosotros tampoco somos libres, que nuestras decisiones vitales también se cuecen más arriba, por parte de intereses económicos y políticos, de mandatos filosóficos y culturales que limitan nuestra libertad y adormecen nuestra conciencia.

Así, la película se transforma en un poderoso y dramático cuestionamiento al concepto de libre albedrío. Es que Charlie Brooker es un guionista borgiano y parece querer repetirnos la dura enseñanza del maestro en su poema "Ajedrez". Allí, Borges observa que las piezas de este juego creen librar una batalla, desconociendo "que la mano señalada / del jugador gobierna su destino". Pero a su vez, el jugador mismo no sabe que es prisionero de otro tablero "de negras noches y de blancos días". Y concluye Borges: "Dios mueve al jugador, y éste, la pieza. / ¿Qué Dios detrás de Dios la trama empieza / de polvo y tiempo y sueño y agonía?"

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