El martes pasado un tribunal de segunda instancia revocó la decisión del juez Recarey que había ordenado interrumpir el proceso de vacunación a los más chicos. A nivel de la opinión pública suspender la vacunación pareció un disparate.
A nivel de los juristas más autorizados fue un grave e inexcusable traspié: hicieron notar que el abogado que interpuso el recurso no tenía legitimación para hacerlo y que el juez había dado su opinión antes de redactar el fallo.
La resolución del episodio en segunda instancia -rápida, tajante, sin remilgos- deja más tranquila a la población en la comprobación de que hay un Poder Judicial que nos protege a todos de desvaríos, presiones, modas o griteríos. Eso es bueno. De equivocaciones, obviamente, no nos protege nadie.
Pero, sin hacer escándalos, con la mesura que el asunto reclama, en voz baja si se quiere, hay que reconocer que la administración de justicia, en los últimos tiempos, ha generado motivos de alarma. Los jueces en nuestro país tienen una bien ganada tradición ejemplar. Sería una pérdida lamentable que los desfallecimientos recientes abrieran paso a un conformarse con menos.
Poner serenamente sobre la mesa episodios recientes es delicado pero necesario. Los especialistas en la materia contribuirán con sus calificadas opiniones. Los legos -como es el caso del autor de estas líneas- podremos contribuir desde la vida cotidiana, de las costumbres y los usos -aceptables o inaceptables- de nuestra sociedad.
En todas las sociedades y en todos los tiempos se generan (y van cambiando) juicios de sentido común sobre lo que es admisible y lo que es inadmisible para esa sociedad. Pongo un ejemplo fácil: lo que podría ser considerado atentado al pudor en 1920, con la moda femenina de aquella época, es muy distinto a una apreciación de lo mismo en el 2002. Las leyes son productos y expresión de una cultura y de un tiempo. Los jueces obran correctamente si prestan atención a los sustentos culturales que dan origen y sustento a la norma. Pero, a su vez, (y aquí está la dificultad) no actúan correctamente si se dejan arrastrar por modas, movimientos sociales, corrientes de opinión o grupos de presión.
El fallo disparatado del juez Recarey sobre la vacunación de menores tiene visible vinculación con el dramático y escenificado griterío de los integrantes del movimiento antivacunas. Las equivocaciones del Fiscal General, otros fiscales y jueces en casos como el llamado operación océano, los despropósitos que involucraron al periodista Suárez y otros similares que han tenido lugar recientemente se explican por la aceptación y consiguiente (y equivocada) legitimación de movimientos activos en la sociedad y con fuerte influencia en la opinión pública.
La administración de justicia, en los últimos tiempos, ha generado motivos de alarma.
Y para ser justos y abarcar este delicado asunto en su totalidad debemos recordar que hubo -y subsiste- en nuestro país una fuerte y justificada corriente de opinión pública condenatoria de los excesos -crueles e injustificables- cometidos en los cuarteles por personal militar durante el período de facto. Algunos fallos -no todos, ni mucho menos- que resultaron en condena a jerarcas militares fueron instancias en que jueces, fiscales (o fiscalas) se dejaron influenciar. Fue mal interpretado un sentir popular. El Gral. Dalmao (sobre cuyo caso me he manifestado in extenso en otros lugares) murió en la cárcel injustamente.