Para el presidente argentino Milei y los llamados Libertarios, el Estado es el enemigo directo y principal de la libertad.
En nuestra tradición batllista, (más del segundo que del primer batllismo), el Estado es defendido como la herramienta de la igualdad (y, durante mucho tiempo, el empleador de último recurso).
Los batllistas lo ofrecían como “el escudo de los débiles”.
El liberalismo clásico mira la realidad de nuestro Estado, que absorbe un altísimo porcentaje del PBI, que inveteradamente gasta más de lo que recauda (y mucho peor de lo que debiera), que no para de generar oficinas, reglamentos, certificados, permisos… y tributos y concluye en la necesidad de reducirlo.
Lo cual, como se sabe, es muy difícil: atrás de cada invento estatal, hay grupos compactos ideologizados o interesados (o las dos cosas). El escudo tapa a muchos más que a los débiles.
¿Por qué no cambiar un poco la óptica?: convertirlo.
Convertirlo, de una máquina de impedir, un freno mulero, en una herramienta para la libertad, a partir de la concepción (convicción) de que el hombre sólo se desarrolla y sólo puede aspirar, con fundamentos, a la felicidad si es dueño de sí mismo. Si es libre.
Miremos al Estado con esos ojos, para tratar de discernir en qué puede contribuir a la libertad de las personas.
Hay mucho que el Estado uruguayo puede hacer para fortalecer la libertad de la gente y así mejorar su calidad de vida.
Más libertad para producir: quitando regulaciones contraproducentes que protegen nichos con exigencias injustificadas (permisos previos, licencias, prohibiciones de venta, de ciertos productos, etc.). Pero también asegurando la libre competencia, en las mejores condiciones posibles. Más libertad para trabajar. Lo que no significa desproteger a los trabajadores.
Nuestra legislación (y regulación) laboral arrastra normas que eran para otra realidad. Empezando por la estructura de los Consejos de Salarios, con su negociación por rama, metiendo la nariz en todo (y arrastrando al Estado a meter la suya).
Libertad para aprender: está bien que el Estado disponga los parámetros para la educación que él imparte, pero no para todo el universo, que no conoce y no distingue bien. Y aun dentro de su propia estructura de educación pública, más libertad para los directores de escuelas y liceos, que puedan manejar el personal y los recursos materiales, según las necesidades de cada unidad.
Estos son solo ejemplos.
Tampoco asumir que la necesidad de una mayor libertad signifique siempre una reducción de la presencia estatal. Hay áreas como el cuidado del medio ambiente, la inteligencia artificial, que se nos viene, la investigación, los recursos hídricos, evitar los monopolios u oligopolios, el cuidado de la niñez y el combate a la indigencia, entre otras, donde la presencia del Estado es inevitable.
Aunque también es cierto que hay actividades en nuestro país que llevan años en manos del Estado y no rinden. Que ya han probado hasta el cansancio que no dan para más. Que, si alguna vez se justificaron, hace años que ya no valen la pena.
A ver: ¿vale realmente la pena el Ministerio de Industria (dejemos la energía), con su actual estructura, para la promoción de la industria en el Uruguay, en la realidad de hoy? Promueve o escuda (es decir, protege)?
Quizás en menor medida, pero algo similar puede decirse del Ministerio de Ganadería (olvidate de la pesca). Tamaño gigante, ¿cuánto influye en la actividad agropecuaria? Para bien, me refiero.
¿Hay conciencia que el resto de las actividades económicas, que no son ni agropecuarias, ni industriales, (algo así como los 2/3 del PBI) no tienen ministerios propios y les va de lo más bien.
No estoy proponiendo eliminar esos ministerios. Bobo no soy. Pero sí sugiero que los miremos con ojos del Siglo XXI: muchas de sus competencias (oficinas, reglamentos y burocracia) ya no se justifican.
Salgamos de la trampa clásica (vieja y apolillada): más Estado o menos Estado y de los lugares comunes (“tanto Estado como…”). Apliquemos la otra mirada: validar solo al Estado que lleva a la libertad de las personas.
Es que, si no, no tiene sentido: ¿para qué sirve? ¿A quién sirve?