Es frecuente interpretarse en términos psicológicos o definirse en términos terapéuticos. Creo que esta es una de las características sobresalientes de nuestras sociedades occidentales, en las que se da una especie de repliegue hacia la subjetividad que establece al yo autónomo como el fundamento de la realidad. Este fenómeno tiene su genealogía, ya que fue Descartes quien introdujo a un sujeto pensante separado de los objetos y Kant quien, queriendo escapar del determinismo de las ciencias físicas, describió el ámbito de la libertad humana como aquel donde podemos ser autónomos, es decir, darnos nuestras propias leyes. El sujeto autónomo, el individuo, es la base de occidente; es el átomo político de las sociedades modernas liberales, que tiene la libertad de definir qué es una buena vida y buscar la felicidad. Pero esta interpretación moderna de lo que somos está llegando a su bancarrota. Ha conducido a problemas espirituales, ambientales, y sociales, como la baja natalidad, la soledad, la depresión, el burnout o el suicidio, para los que se requieren explicaciones que vayan más allá del individuo.
Existen diversos diagnósticos interesantes que explican los problemas del sujeto moderno, saliendo fuera de nuestros cráneos, ubicándolos en el mundo en común y en el desarrollo cultural de occidente. Por ejemplo, en su libro The Weariness of the Self: Diagnosing the History of Depression in the Contemporary Age (El cansancio del yo: diagnóstico de la historia de la depresión en la época contemporánea), el sociólogo francés Alain Ehrenberg estudió la historia de la depresión observando cómo esta reemplazó a la represión y culpa que eran propias de las sociedades tradicionales disciplinarias. Mientras que antes las desviaciones impactaban sobre el carácter de la persona y cuán bueno uno era, las sociedades contemporáneas se han enfocado en el yo y su autorrealización. La nuestra es una cultura de la “performance” en la que cada uno tiene que desarrollar sus capacidades y, si no lo hacemos, somos unos fracasados. Esto se ve en clichés que se han empezado a usar, como “ser tu mejor versión”, es decir, un proyecto sujeto a constante mejoramiento. Byung-Chul Han ha señalado esto con sus críticas a las “sociedades positivas” en las que identifica al sujeto moderno con átomos narcisistas que se autoexplotan. El individuo pasa a ser un proceso catalizado por la hiperconexión digital y, particularmente, las redes sociales, las que contribuyen a eliminar las narrativas a través de las cuales el yo adquiere una coherencia por medio de su inserción en un pasado y futuro, tanto personal como colectivo.
La psicologización también se explica por la ambivalencia traída por la caída de las autoridades, de la religión y las tradiciones, como describió Hannah Arendt. El filósofo Charles Taylor en La era secular, describe la modernidad como un pasaje de un “yo poroso” que estaba conectado con un mundo exterior y fuerzas espirituales o divinas entrelazadas al mundo cotidiano, al “yo amortiguado” que ve al individuo como autónomo y cerrado, si ningún vínculo con algo exterior o trascendente. Como consecuencia, toda la responsabilidad se trasladó al individuo atomizado y tenemos el deber de ser felices, algo que antes estaba solucionado o justificado por el lugar donde uno nacía o los roles sociales incuestionables que uno desempeñaba. Para el sujeto psicologizado, la sociedad tiene también el deber de reconocer el derecho a ser feliz, pero eliminando las obligaciones; y si no se es feliz, existen químicos que alteran los neurotransmisores en el cráneo para hacernos felices (por eso, siempre le propongo, con mayor o menor éxito, a mis estudiantes de primer año leer y discutir Un mundo feliz, de Huxley).
La subjetividad liberal (y luego neoliberal) occidental funcionó y trajo prosperidad durante un tiempo, pero está mostrando sus límites. El sociólogo alemán Hartmut Rosa propone un diagnóstico interesante de nuestra época, basado en la aceleración. Para Rosa hay una necesidad constante de crecimiento y desarrollo colectivo e individual: las sociedades tienen que incesantemente hacer crecer su PBI e innovar, y las personas tienen que desarrollar sus capacidades. Pero el problema es que eso se hace para mantenerse donde están. Esto lo denomina como estabilidad dinámica, la cual conduce al síndrome del burnout, y es una forma de estar en el mundo intrínsecamente alienante.
Además, se da la paradoja de que, si bien es cierto que la realidad está cada vez más disponible y es cada vez más controlable (podemos, por ejemplo, pedir comida por una app que nos llega al ratito o concretar un encuentro con unos clics), la vida tiene menos sentido y el mundo se va transformando en algo ajeno, incomprehensible y mudo en el que no nos reconocemos. La realidad se torna en algo agresivo y, para Rosa, no resuena con nosotros. Por otro lado, al hacer de todo manipulable y predecible, lleva a que, parafraseando a CS Lewis, algunos tengan poder de hacer con otros lo que quieran. Este es el pacto faustiano, por lo general, involuntario, al cual nos sometemos con nuestras vidas mediatizadas en sociedades donde la digitalización se identifica con el progreso.
Quise en estos párrafos proponer una alternativa sociológica a la psicologización o terapeutización del individuo y las sociedades, algo que creo es cada vez más frecuente. Por cierto que esto no es una crítica a la psicología como disciplina; solo quiero marcar una tendencia en occidente que afecta nuestra sociedad. A veces el problema no somos solo nosotros, sino también el mundo en común, lo cual nos invita a imaginar cómo podemos vivir colectivamente de forma diferente.
Hannah Arendt escribió de forma un tanto radical que la psicología moderna es “psicología del desierto”, ya que nos ayuda a “adaptarnos” al desierto alienante de la modernidad, en vez de buscar transformarlas en un mundo más humano. Creo que una forma de empezar, que está a nuestro alcance, es usar menos las redes sociales o eliminarlas directamente, pensar cómo nos determina nuestro smartphone y usarlos menos; y frente a la evidencia que hay sobre las perjuicios que trae a los niños y adolescentes, no fomentar su uso (por algo los CEO de las compañías que diseñan redes sociales se las prohiben o limitan a sus propios hijos).