Si escuchás “cultura”, guardá el revólver

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La semana pasada opiné en contra de la propuesta de cerrar el canal TV Ciudad y los lectores, usualmente benevolentes al comentar mis columnas, me llenaron la cara de dedos. Cunde en la ciudadanía coalicionista un creciente desprecio por el concepto mismo de política cultural, que corre paralelo a la convicción -a mi juicio profundamente equivocada- de que la cultura uruguaya es patrimonio de la izquierda. Admitir semejante cosa equivaldría a negar la influencia histórica de grandes gestores culturales blancos y colorados de los últimos cien años, tanto como menospreciar las acciones en tal sentido del actual gobierno, que fueron muchas y buenas.

Se caricaturiza el asunto suponiendo que toda acción estatal en beneficio de la cultura es una especie de conspiración zurda para hacer proselitismo, como si los panfletos detestables de las murgas compañeras fueran el denominador común de la creación artística nacional.

Dicen que un Estado liberal no debe hacerse cargo de la promoción cultural, pero al mismo tiempo señalan que la izquierda sí lo hace, lo que implica entregársela -como trasmisora de valores y creencias- envuelta para regalo, con moña y todo. Insisto, contra todos los mileístas que se me vengan arriba, que hay un deber del Estado en proteger y estimular esta práctica de una manera transparente, justamente contra quienes la usan para embrutecer los gustos de la gente o favorecer con recursos públicos a un puñadito de amigos políticos.

Pero he percibido en las últimas semanas un estado de opinión dominante en las huestes coalicionistas, que interpreta la derrota electoral por el lado de un castigo ciudadano a la “tibieza” y un llamado a enmendar la plana polarizando con el Frente Amplio, como ellos lo hicieron con nosotros desde el primero de marzo de 2020.

Lo he leído en más de un texto y escuchado en más de una entrevista: el resultado electoral de noviembre habría demostrado que el posicionamiento socialdemócrata no rinde, que es un intento de parecerse al FA, y que en cambio un discurso enérgico, apoyado en la derecha ideológica, dará mejores resultados a mediano y largo plazo.

No solo no creo que sea así, sino que de concretarse ese objetivo estratégico, estoy seguro de que saldríamos perdiendo. Ya lo dijo con su afinada pluma Tomás Linn, en su columna del domingo pasado.

Parece muy loco discutir la llamada hegemonía cultural, apartándose justamente de la cultura y dejándola librada de un lado a las veleidades del mercado y del otro a los planificadores ideológicos. Loquísimo autoposicionarse en el lugar de los datos y abandonar el relato, regalándoselo al adversario.

Generar política cultural no significa fabricar contenidos de persuasión ideológica de signo contrario. Quiere decir promoverla con un verdadero sentido de equidad, no meramente declarativo.

Cuando analistas y dirigentes atribuyen la derrota de la Coalición al perfil socialdemócrata, trasladan acríticamente la situación argentina a la nuestra, sin advertir que difiere profundamente.

La adhesión a Milei fue la reacción indignada a una izquierda que literalmente había fundido al país, cosa que no llegó a pasar con semejante intensidad en el ciclo frenteamplista. Sin contar con que el nivel de pertenencia partidaria e ideológica de los uruguayos es muy superior al del país hermano.

Por otra parte, que Trump ganara cómodamente las elecciones en Estados Unidos se explica por el uso y abuso de una corrección política que embelesa a académicos y dirigentes pero irrita a los ciudadanos de a pie.

Los promotores de la polarización, en el fondo, usan el mismo modelo de pensamiento que aplican los algoritmos de las redes sociales: hay que enfrentar blanco contra negro, hay que encrespar el discurso para tener notoriedad y encender entusiasmo: así avanzan los populismos irracionales de derecha e izquierda que ese diálogo de sordos está imponiendo en cada vez más países, en detrimento de una cultura occidental que supo ser democrática y humanista.

No se trata, en nuestro caso, de una visión de ingenuo maniqueísmo, lo de tender puentes en lugar de agrandar la grieta. No es procurar parecerse al adversario sino todo lo contrario: diferenciarse en forma inteligente y no arrinconándose en un extremismo reaccionario.

La reciente definición del gobierno electo sobre el cambio de nombre del MEC es un buen ejemplo. No sorprende porque ya lo habían adelantado en sus bases programáticas: para mostrarse más inclusivos, hablan de “culturas, artes y patrimonios”, en plurales que desconocen la amplitud y diversidad propias de esos conceptos, dichos en singular (podrían haber agregado “educaciones”…). El sarpullido wokista viene con esa pasión por las etiquetas más que por los contenidos. Hay una obsesión por posar de defensores de la diversidad, que me temo que conspira con realmente serlo.

Etiquetas versus contenidos: ahí tienen, coalicionistas, una buena oposición de posicionamientos, que valdría la pena explorar.

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