Parecen postales de una decadencia inexorable. Impudicias y negligencias se acumulan sobre el escenario del poder, frente a un público que lleva tiempo naturalizando el estropicio moral y la mediocridad en las dirigencias.
En medio de una preocupante ola de contagios, los argentinos ven aparecer en sus pantallas las imágenes de la fiesta con que la vicepresidenta se agasajó a sí misma reuniendo, en un lugar cerrado y sin distanciamiento social, al nutrido grupo de artistas y periodistas que la idolatra con devoción.
Igual que la líder a la que venera, esa aristocracia de la militancia kirchnerista se sintió por encima de la obligación ética del barbijo que corresponde al resto de los argentinos. A cara descubierta, decenas de personas famosas y talentosas se abrazaron, se amontonaron para las fotos y vociferaron la marcha peronista como dicta la liturgia.
Fue una escenificación del significado de la palabra obsceno. No en vano el origen del término está en la antigua Grecia, donde nació el teatro. En la palabra griega “aidoion” está la raíz etimológica del latín “obscenus”, que significa “lo que está fuera de escena”, o sea lo que debe ocultarse, por pudor o vergüenza, de la mirada convergente del público sobre el escenario donde se desarrolla la actuación de los protagonistas.
A diferencia de la Fiesta en Olivos en la que estuvo Alberto Fernández festejando el cumpleaños de su mujer, la fiesta de Cristina Kirchner no fue ilegal. Pero fue obscena.
La celebración llevada a cabo en la residencia presidencial ocurrió cuando la presión sobre el sistema sanitario era altísima y cuando lo prohibían las disposiciones impuestas por el mismo presidente que en privado las violaba. Pero la intención de Alberto Fernández no fue exhibirla públicamente. Era una fiesta clandestina, como tantas de las que se hacían por irresponsabilidad y falta de escrúpulos en aquel momento tan oscuro. Pero ni el mandatario ni su mujer, Fabiola Yáñez, tenían la intención de mostrarla.
La fiesta de Olivos fue inmoral, pero no obscena. En cambio, la celebración que hizo la vicepresidenta para darse un baño del “cholulismo” político de muchos artistas y periodistas fue una obscenidad, porque la intención era exhibirla a la mirada convergente del público.
La escalada del covid cuando las temperaturas son altas y, por ende, el nivel de contagio debiera ser bajo, revela que la estarían causando las aglomeraciones pequeñas, medianas y grandes.
Ni bien las consecuencias empezaron a notarse en la ocupación de camas críticas, el gobierno kirchnerista de la Provincia de Buenos Aires impulsó la aplicación de pasaporte sanitario, desatando la ira de quienes defienden ciega y hasta violentamente una concepción de libertad descarnada y desprovista de responsabilidad social.
Mientras algunos países regresan a las cuarentenas, muchas fronteras vuelven a cerrarse y los pasaportes sanitarios empiezan a ser la regla en buena parte del mundo, el mensaje de la mayoría de los gobiernos reclama usar el barbijo en lugares cerrados, no aglomerarse y no hacer reuniones familiares de más de diez personas, Cristina Kirchner ostentó la aglomeración de artistas y periodistas que se amontonaron a cara descubierta a expresarle devoción.
Personas talentosas que, en muchos casos, el año pasado habían aparecido en spots televisivos explicando la importancia de “quedarse en casa”, usar barbijo y mantener el distanciamiento social para cuidar “la vida” propia y la de los otros, ahora aparecieron haciendo todo lo contrario en un escenario sobre el que converge la mirada del país entero.
La pregunta es por qué la líder del kirchnerismo ostentó lo que, aunque sea legal, el pudor y la responsabilidad recomiendan ocultar.
También fueron obscenos los actos masivos en Plaza de Mayo, cuyo único objetivo fue tratar de mostrar en la calle lo que el oficialismo no pudo mostrar en las urnas.
Jacques Lacan explicó que si la impudicia es la regla, la obscenidad desaparece. Eso es lo que parece ocurrir en la feligresía kirchnerista.
Si Cristina Kirchner hubiera renunciado a la fortuna que cobra mensualmente en jubilaciones y pensiones, la hubieran ovacionado por dar un ejemplo de desprendimiento en tiempos de carencias. Pero si, aún siendo millonaria en un país con niveles catastróficos de pobreza e indigencia, no renuncia a un solo peso de los que pudo asegurarse, sus fieles no le hacen reproche alguno. A ella le aceptan todo, incluida la mezquindad más impresentable. Y aquí parece estar la respuesta a la pregunta.
¿Por qué la vicepresidenta ostenta lo indecoroso?: porque puede. Así de simple.