Pelea por ropa de segunda mano

En nuestro país se abordan -a veces con pasión- los problemas puntuales y se desestima el análisis de las situaciones de fondo en cuyo cuerpo están y se manifiestan esos problemas puntuales. Me explico con un ejemplo.

Se viene discutiendo acaloradamente, y dará lugar a una interpelación, la compra de la estancia María Dolores por el Instituto de Colonización. Se trata de un debate sobre un problema puntual, una decisión singular (la compra) de parte del Instituto de Colonización. Ese acto es impugnado por razones jurídicas -que son discutibles- por razones de precio (indiscutiblemente excesivo), y por razones de fondo vinculadas a los objetivos de la ley de creación del Instituto (ley 11.029 de enero de 1948). Pero nadie se asoma siquiera a preguntarse -y este es el fondo del asunto- si después de 80 años y habiendo cambiado tanto las condiciones del campo uruguayo, esa ley mantiene sentido.

El Directorio de Colonización justifica la compra -y cito- “para fomentar el desarrollo rural y crecimiento económico del país a través de la agricultura familiar, la incorporación de tecnología y la modernización”. Esta fundamentación, que se ofrece hoy tan campante, es la de la ley y corresponde a la década del 40 del siglo pasado. En esos años la lógica del rendimiento económico indicaba como más rentable comprar más campo que mejorar el que se poseía, con lo cual crecían las superficies de la estancia cimarrona sin inversión de mejoras. Pero estamos en el 2025: la estancia María Dolores es una explotación rural moderna, con muchísima inversión encima, con tecnología moderna, y que seguramente tiene un índice de productividad altísimo que los eventuales colones que la ocupen no podrán empardar ni en sueños porque no tienen resto de capital para ello. O sea: un atraso productivo y cero modernización.

Lo que habría que discutir, aprovechando este diferendo puntual, es la ley y la conveniencia de seguir hoy con esa visión. La referencia a la agricultura familiar, que la ley y los directivos del Instituto empuñan como “factor del desarrollo rural y crecimiento económico del país” es una propuesta regresiva, casi feudal. La explotación agropecuaria ha cambiado radicalmente y es gracias a ese cambio que se mantiene como el principal rubro exportador.

Combatir la despoblación de la campaña mediante la obligación que impone la ley al colono de residir en su parcela es medioeval: ¡cada uno en su casita en el medio del campo! El progreso se da en la densidad poblacional.

El ideal (en los tiempos que corren) estaría en el apoyo a esos pueblitos pequeños, que ni siquiera figuran en los mapas, pero donde el trabajador rural encuentra un almacén para el surtido, que por la otra puerta es boliche para gastar un real de prosa o jugar un truco, donde hay escuela para los gurises, señal para el celular y una canchita para organizar un picadito los domingos. Y salvo el caso de los tambos, el trabajador puede ir a trabajar y de noche volver a su casa porque tiene una motito.

Ninguna política de gobierno, ninguna ley de colonización, ha transformado y mejorado tanto la vida de la población rural como la moto tipo cross, que se le anima a cualquier camino y aún al campo traviesa. El que vive en el campo lo sabe: ¿el dotor?

Pero no me hago ninguna ilusión: la interpelación será un debate sobre el corte y la caída de un traje de segunda mano, gastado y arrugado… la ropa de un difunto. “¿Cuánto has vendido de tu ser y tu destino a los recuerdos?” (Sandor Marai).

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