La violencia nunca empieza con un balazo. Empieza bastante antes, en una oficina, con un traje y un título en la pared, cuando les facilitan la vida a los dueños del circo.
Lo que llamamos conflicto por la droga es, en el fondo, una disputa por administrar el miedo. Los consumidores llegan igual. La oferta vuelve. El efecto globo no necesita metáforas: apretás un lado y brota por el otro. Mientras se sigan levantando edificios financiados por cocaína, las torres se lavarán solas, porque toda la policía del mundo vale poco si el blanqueo se tolera como un chiste.
Entonces, ¿para qué pelear contra el crimen organizado? No para coronar una victoria total -eso es decorado-, sino para recortar la renta ilícita, encarecer sus operaciones y blindar las instituciones. No hay mística, hay gestión del riesgo. Cuando la mafia deja de temer al Estado, el país ya perdió. El crimen organizado es la principal amenaza para la estabilidad institucional de casi todos los países latinoamericanos. Es mucho más que balaceras en un barrio: es un riesgo de gobernabilidad.
Pactar con el narco vende una paz que se escribe con sangre. Pactar es posible, más no sensato, porque no es acuerdo sino extorsión. La pax narca tiene trampas conocidas que implican otorgarle estatus al violento, premiar la fuerza y, a la larga, multiplicarla.
El negocio no busca epopeya. Busca renta y control de puntos clave: barrios, puertos, depósitos, profesionales que abren puertas. Hoy, además, gestiona una cartera de negocios diversificada, lo bastante robusta como para absorber un golpe en un mercado o en un producto y compensarlo por otra vía.
Luchar cuesta, pero no hacerlo cuesta más. El costo visible llena noticieros; el invisible poda futuro. América Latina, con el 8% de la población mundial, concentra un tercio de los homicidios del planeta. La región entera vive como si el crimen fuera una variable macroeconómica.
Los costos directos de la delincuencia y la violencia equivalen a casi el 80% del presupuesto total de educación pública de América Latina. Más actividad económica reduce el delito y menos delito impulsa la economía, y ambas dependen de una tercera: la fuerza de la ley. Donde la justicia vale, el crimen se encarece y el desarrollo florece. Donde no vale, la violencia se vuelve barata y la inversión, imposible.
La épica bélica engaña porque promete un final. Lo eficaz vive en la zona aburrida: policía bien paga y evaluada, justicia independiente, cárceles que corten mandos en lugar de incubarlos. Menos declaraciones y más limpieza de procesos. Nadie aplaude un control financiero, pero ahí se ganan las guerras que no se anuncian.
Dispararle a los peones no arregla el tablero. Matar o encarcelar mulas no disuade a jefes acostumbrados a altos niveles de violencia y a perder cargamentos de vez en cuando. El daño en serio llega con trabajo paciente sobre la capa de financistas y cerebros logísticos. Eso pide mejor inteligencia, coordinación real entre agencias y programas anticorrupción sostenidos que reduzcan la captura de políticos, jueces y policías. Sin ese triángulo -inteligencia, coordinación, anticorrupción-, todo vuelve a empezar para nunca terminar.
En Uruguay, los últimos cinco años han sido los más violentos de nuestra historia reciente. En 2024 hubo 41% más homicidios que una década antes. Eso, entre otras razones, se explica porque Uruguay cambió de liga: de pasillo a acopio. Si un contenedor duerme acá, el problema también. Ya no somos solo tránsito, y un país que guarda mercancía necesita otra musculatura: control inteligente en el puerto, trazabilidad real, cooperación judicial y auditorías que miren donde duele, no hacia otro muelle.
Un ataque directo a una fiscal explica una sola cosa: a medida que el país gana peso en la ruta y pasa a bodega, las redes internacionales ajustan incentivos y protegen su logística con lo de siempre. El salto de tránsito a depósito pide presencia local. La presencia trae complicidades, y las complicidades generan amenazas, violencia y silencio. Todo eso se paga.
La tentación de vender pausas tácticas es grande. En el papel suenan razonables; en la práctica, son concesiones estratégicas. El crimen habla tres lenguas: territorio, información y dinero. Donde es más elocuente es en la violencia. Si el Estado cede, negocia desde abajo. Desde abajo solo hay treguas que duran lo que tarda el capo en revisar el flujo de caja.
¿Qué hacer? Lo aburrido y eficaz: estándares, métricas, continuidad. Seguridad que se pueda profesionalizar, medir, corregir, repetir. Justicia independiente de verdad y protección que valga para fiscales, jueces y testigos. No desde una deprimente garita.
Un pacto con la realidad que pegue donde duele: el bolsillo. Sin oportunidades reales para que no se engrose la plantilla del narco y del crimen organizado en general, sin garantías para que un funcionario haga su trabajo sin vivir con miedo, y sin un control financiero serio, no habrá salida. Solo quedará esperar a que todo vaya oscureciendo.
Conviene decirlo sin adornos: lo que llamamos paz es un sistema de procedimientos y trámites. Es plata que no se lava. Nada de eso emociona, pero cuando funciona -cuando funciona de verdad- permite esbozar un lujo cada vez más extravagante: imaginar que algo puede llegar a ser efectivo.