PABLO DA SILVEIRA
Toda política pública es un manojo de objetivos, estrategias y acciones que resultan difíciles de describir y de entender. Sólo quienes han invertido mucho tiempo y esfuerzo en un dominio específico (es decir, los especialistas) pueden hacerse una idea cabal de lo que se está haciendo.
Hasta cierto punto esto es inevitable, porque las políticas públicas son impulsadas por organismos que tienen a su cargo una multitud de tareas y deben responder a una variedad de expectativas. Pero también es cierto que esa complejidad obedece a razones menos respetables: permite ocultar objetivos que se prefiere mantener ocultos, genera ineficiencias que benefician a alguien y permite que los responsables políticos escapen a toda forma de control.
Por todo esto es bueno que cada política pública quede resumida en unas pocas metas visibles y fácilmente evaluables. Estas metas no sustituyen a la maraña de opciones estratégicas y acciones específicas, pero hacen más visible la lógica de nuestras propias apuestas: el logro de las metas es el fin al que se quiere llegar y todo lo demás son medios para alcanzarlo. Si el fin no se logra, estaremos ante un fracaso. No importa la cantidad de recursos que se hayan movilizado, ni el esfuerzo técnico, ni la buena voluntad de quienes estuvieron al mando. Lo que importa es que no se produjo el resultado esperado.
¿Qué grandes metas deberíamos proponernos para articular y hacer evaluable una política educativa digna de ese nombre? La lista puede ser más corta o más larga, hay al menos tres que deberían formar parte de la respuesta.
La primera meta sería colocar a Uruguay, en un lapso de diez años, entre los países que obtienen los treinta mejores resultados en la medición internacional de aprendizajes PISA. Esa prueba tiene tres ventajas importantes. La primera es que se repite cada pocos años. La segunda es que es muy sólida desde el punto de vista técnico, lo que facilita las comparaciones. La tercera es que se centra en las tres áreas que, según el consenso de los expertos, constituyen hoy la base de toda enseñanza de calidad: lengua materna, matemáticas y ciencias naturales. En las últimas mediciones, Uruguay ha quedado colocado bastante por debajo del lugar número 40. Quedar entre los treinta primeros nos dejaría en una zona de mínima respetabilidad (digamos, cerca de Portugal).
La segunda meta sería reducir a la mitad, también en un lapso de diez años, la deserción en Enseñanza Secundaria. Hoy somos, junto con México, uno de los dos países latinoamericanos con mayor deserción en la enseñanza media.
El problema está relativamente extendido, pero tiende a concentrar sus peores efectos en el segundo ciclo de la enseñanza secundaria. Bajar la tasa de deserción a la mitad en ese ciclo no significa aspirar a la perfección: sólo estaríamos alcanzando valores similares a los de otros países de la región, como Chile y Argentina.
Una tercera meta, por último, debería proponerse que, en un plazo de quince años, los egresados de la enseñanza media hayan incorporado una segunda lengua, al menos en la medida necesaria para poder servirse de ella en la vida laboral. Este es un terreno en el que los uruguayos estamos atrasados y en el que muchos otros países nos sacan una ventaja importante. Si queremos atraer emprendimientos económicos y culturales que ofrezcan empleo y oportunidades a las nuevas generaciones, tenemos que empezar hoy por asumir ese desafío.