La victoria de Putin contra nadie

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Heredera de orgullos imperiales, la nación rusa llegó acomplejada al final del siglo 20. Derrotada en Afganistán por ejércitos tribales que, con armas occidentales y financiación saudita, había echado al ejército soviético y derribado el régimen que respondía a Moscú, Rusia llegó a la última década habiendo perdido también su máximo éxito geopolítico, el macro estado comunista que había alcanzado el rango de superpotencia militar, aeroespacial y científica, disputando a los Estados Unidos el liderazgo hegemónico mundial.

El tradicional nacionalismo ruso quedó herido con la disolución de la URSS, con la OTAN aplastando a sus históricos aliados balcánicos sin que el entonces presidente Boris Yeltsin pudiera disuadir a las potencias de Occidente con sus amenazas, y con el propio ejército ruso vencido en el Cáucaso por los separatistas chechenos liderados por Yegor Dudayev.

Fue Vladimir Putin quien reconstruyó el orgullo nacionalista ruso, ordenando una liberalización de la economía que había sido caótica y aplastando el separatismo caucásico en Chechenia, Ingushetia y Daguestán. El triunfalismo creció con la victoria militar que le arrebató Ajbasia y Osetia del Sur a Georgia en el 2008.

Hasta entonces, sus victorias electorales eran creíbles. Resultaba lógico que la mayoría votara por Putin. Dos años antes hubo dos asesinatos que generaron la justificada sospecha de que los había ordenado el jefe del Kremlin: el ex agente del FSB Alexander Litvinenko y la periodista que reveló los crímenes de guerra rusos en Chechenia, Ana Politkovskaya.

No eran los primeros crímenes pero todavía se podía dudar de que fuese el mismísimo Putin quien les bajó el pulgar a los acribillados y envenenados que, entre ellos, sólo tenían en común haber desafiado al presidente.

Pero el asesinato en el 2015 de Boris Nemtsov empezó a disipar las dudas. Ese ex vice-primer ministro era muy carismático, popular y contrario a Vladimir Putin cuando los balearon a metros de la Plaza Roja.

La invasión a Ucrania exacerbó el respaldo de los ultranacionalistas paneslavos al jefe del Kremlin. Pero es indudable que una porción muy superior al doce por cientos que no lo votó este domingo, debe repudiar la guerra con un pueblo hermano que no había agredido a Rusia. Ese sector anti-Putin debería haber crecido notablemente con la prolongación de la guerra y con el crecimiento de la lista de muertos rusos en los campos de batalla.

Con mucha habilidad, el presidente logró que Rusia reorientara su economía para blindarse contra las sanciones de las potencias occidentales y, tras las derrotas y repliegues iniciales, el ejército invasor se hiciera fuerte en el Donbas y lograra que su sistema de fortificaciones frustrara la contraofensiva ucraniana en todo el frente de guerra.

Pero Moscú, San Petersburgo y las otras grandes ciudades vieron las brutales represiones policiales contra las protestas pacifistas. Además, en su fuero íntimo, ningún ruso debe dudar que a la larga lista de asesinados por orden de Putin se sumaron Yevguený Prigozhin y Alexei Navalny.

El jefe del Grupo Wagner que puso a su ejército de mercenarios contra la cúpula militar, había ganado mucha popularidad con sus logros en Ucrania, sobre todo con la reconquista de Bajmut, y podía convertirse en una competencia electoral seria para el presidente.

También Navalny, el principal denunciante del autoritarismo y la corrupción de Putin, tenía muchísimos seguidores dispuestos a votarlo en una elección presidencial. Por eso los dos terminaron muertos.

El tiempo de las victorias creíbles con resultados normales parece haber terminado. Es difícil creer en el casi 90 por ciento de votos que acaba de darle un quinto mandato, después de haber empantanado a Rusia en una guerra criminal contra un pueblo hermano y siendo tan larga la lista de personas que fueron asesinadas por haberlo enfrentado.

Ese casi 90 por ciento es tan creíble como los porcentajes similares que obtenían en referéndums el sirio Hafez el Asad y el iraquí Saddam Hussein, perteneciendo a minorías étnicas y habiendo cometido masacres contra las etnias mayoritarias.

La pregunta es por qué asesina a quienes serían verdaderos contrincantes en una elección, si cuenta con un apoyo popular abrumador. ¿Por qué hizo invalidar la candidatura de Boris Nadzhedin, un opositor real que prometía poner fin a la guerra en Ucrania, si la posibilidad de unificar el voto opositor le habría dado apenas un once o doce por ciento de los sufragios?

Si de verdad tiene ese respaldo abrumador de la sociedad ¿por qué sólo se atrevió a competir contra tres falsos opositores que no lo criticaron antes ni durante la campaña electoral?

Como las elecciones en Irán, el régimen ruso purga la lista de candidatos para que los auténticos disidentes no puedan postularse. Lo mismo hace la dictadura de Maduro en Venezuela y la de Ortega en Nicaragua. Ambos, además, a los verdaderos desafiantes los encarcela o los expulsa del país.

Lo mismo hace Vladimir Putin para conservar el poder. Y algo más: los asesina.

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