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La sobrevida del marxismo

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El marxismo es una de las frondosas ramas de lo que Hayek llamaba “racionalismo constructivista”, vale decir, el abuso de la razón que pretende que es posible pasar por ese cernidor toda institución política y social. Se basa en el error de pretender que toda construcción social debe ser producto de la mente de alguna persona, cuando evidentemente muchas cosas sumamente valiosas no lo son, verbigracia, los distintos idiomas que existen en el mundo. Son obra de la acción humana, pero no del designio humano.

El marxismo, dentro de esta especie, es un bicho especialmente resistente. Ha perdurado más allá de sus enormes yerros teóricos insalvables y de que toda experiencia que tuvo su inspiración culminó en desastre. Su capacidad de enamorar a varios intelectuales ilustres, sin embargo, como analizó el gran Sowell, encierra una gran paradoja: “Algunos de los nombres más distinguidos de la civilización occidental, -George Bernard Shaw, Jean-Paul Sartre, Sidney y Beatrice Webb, entre otros-, se han convertido en apologistas de dictaduras brutales que gobiernan en nombre de Marx y cometen atrocidades que nunca tolerarían bajo ninguna otra etiqueta.” ¿Por qué ocurre esto?

Seguramente no está muy desencaminado Russell cuando argumenta que el componente escatológico directamente tomado de las Sagradas Escrituras puede ayudarnos a encontrar pistas sólidas: “El patrón judío de la historia, pasado y futuro, posee cualidades que lo vuelven fuertemente atractivo a los oprimidos e infortunados de todos los tiempos… Para comprender psicológicamente a Marx, debe usarse el siguiente diccionario: Yahveh = Materialismo dialéctico; El Mesías = Marx; El Pueblo Elegido = El Proletariado; La Iglesia = El Partido Comunista; La Segunda Venida = La Revolución; El infierno = El castigo de los capitalistas; El Millenniun = La sociedad sin clases”

Marx tuvo la habilidad de elucubrar una teoría suficientemente oscura y ambigua como para que admitiera distintas interpretaciones, exactamente lo contrario de lo que debe ser una buena teoría. A modo de ejemplo, plantear que existe una tendencia decreciente a largo plazo de la tasa de ganancias pero que puede tener circunstancias contrarrestantes que pueden operar durante largos períodos de tiempo, no cumple los más mínimos criterios científicos como señaló acertadamen-te Karl Popper. Ni qué hablar de la teoría de la plusvalía que está construi- da sobre la enterrada teoría del valor trabajo, lo que hace que ningún eco-nomista serio hoy en día pueda sos- tenerla.

La imposibilidad del cálculo económico en una economía socialista planteada apenas surgida la Unión Soviética con particular brillo por von Mises es otro punto clave. Las economías centralmente planificadas están destinadas indefectiblemente al fracaso, lo que ya era señalado por la buena teoría económica y confirmó sin ambages la experiencia.

Para explicar la sobrevida del marxismo en nuestros días solo queda apelar al argumento de Russell; finalmente es la deriva teológica del racionalismo constructivista. Quizá su capacidad de presentarse como una alternativa éticamente superior al capitalismo es la más sorprendente paradoja que podamos contemplar, a la luz de su enorme responsabilidad en varias de las peores tragedias que registra la historia.

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