Dr. Jorge Grunberg
Los nuevos desarrollos tecnológicos, la emergencia de nuevos mercados con cientos de millones de personas y la valorización económica del producto intelectual nos brindan una oportunidad histórica de reconvertir nuestro modelo productivo.
Los límites a nuestro crecimiento están a la vista: carencia de recursos humanos calificados, infraestructura física y digital desactualizada y costosa, insuficiente creación de empresas innovadoras y una brecha creciente entre la calidad y el costo de los servicios públicos. Alcanzar un nivel más alto de prosperidad requerirá superar estas limitaciones, muy particularmente reparar nuestro disfuncional sistema educativo.
Existe un amplio consenso sobre que nuestro sistema educativo fracasa en sus misiones principales que son enseñar e igualar oportunidades. La mejora de los niveles de aprendizaje y la expansión de las oportunidades educativas es parte ineludible de cualquier proyecto de modernización de nuestro país dado que en nuestra época la educación es el principal igualador social.
Expandir las oportunidades de acceso al aprendizaje es una estrategia más efectiva y sostenible para mejorar la equidad y facilitar la movilidad social que las transferencias incondicionales de recursos, las redistribuciones de ingresos a través del sistema tributario o el reparto de empleos estatales, medidas utilizadas históricamente en nuestro país, con efímeros resultados.
Las medidas que se anuncian en este momento como la reducción de exigencias para los pasajes de grado, la disminución de los requisitos de asistencia o la entrega de becas sin compromiso de rendimiento, son intentos bien intencionados pero mal orientados de "redistribuir oportunidades educativas". Estos intentos confunden causas y consecuencias.
Los alumnos no concurren a los liceos porque no aprenden y por lo tanto no perciben beneficios de su esfuerzo. Reducir los requisitos de concurrencia o de previaturas no mejorará la asistencia ni la permanencia de los alumnos y en el largo plazo devaluará el reconocimiento social de los títulos de la educación estatal.
El aprendizaje no es como el ingreso, no se puede redistribuir "solidariamente", no se le puede quitar a uno para dársele a otro, ni siquiera se puede entregar voluntariamente, porque el aprendizaje es una transformación personal intransferible.
Para mejorar el rendimiento y la equidad de nuestro sistema educativo será imprescindible realizar reformas genuinas. Pero ¿quién y cómo las va a realizar?
En las instituciones de nuestro sistema educativo los enfrentamientos internos son tan intensos y múltiples, los intereses corporativos tan poderosos, la endogamia tan enraizada, la autoridad tan deslegitimada y las responsabilidades tan difusas, que es difícil que el sistema educativo estatal pueda ser reformado "desde afuera" por parte del liderazgo político.
Reformar el sistema educativo requerirá inspirar y movilizar fuerzas de cambio desde el interior del propio sistema, proponiéndoles reformas ambiciosas, capaces de ofrecer oportunidades reales de aprendizaje y progreso a todos los estudiantes.
La mayoría de los docentes y directores en ejercicio tienen un compromiso moral y profesional sincero con sus estudiantes y apoyarían reformas capaces de ayudarles a cumplir su misión. Tenemos que imaginar nuevos escenarios para nuestra educación y empoderar a esos agentes de cambio internos.
Por ejemplo, propongo un plan nacional para que una mayoría de los 15.000 profesores que enseñan en los liceos públicos cursen postgrados y luego transformar su carrera profesional para que asciendan sobre la base de las innovaciones que incorporen y los resultados de aprendizaje de sus alumnos.
Esos docentes podrán mejorar sus prácticas pedagógicas con su formación de postgrado y tendrán una mayor valoración y autovaloración profesional que les permitirá articular sus propias propuestas y filtrar críticamente las que se les pretendan imponer desde afuera o desde dentro del sistema.
Una alternativa sería crear cooperativas de docentes que administren liceos públicos. Estas cooperativas tendrían la responsabilidad de gestionar esos liceos, cuya propiedad continuaría en poder del Estado y recibirían los mismos fondos públicos que hoy reciben en función de su cantidad de alumnos.
Estos liceos cooperativos tendrían autonomía limitada para definir sus planes de estudios y organizar la actividad docente, y serían evaluados por una agencia de calidad que podría ser el recientemente creado Instituto de Evaluación Educativa que certificaría la calidad del servicio a las familias.
El sistema seguiría siendo gratuito y abierto a todos como es actualmente, pero la responsabilidad de brindar el servicio sería transferido a los que hoy afirman que son los únicos que tienen el conocimiento para brindarlo, quienes rendirían cuentas a la sociedad por los fondos que reciban y a las familias por los resultados de aprendizaje que logren sus alumnos.
Esta sería una reforma ambiciosa, inspirada en las mejores prácticas internacionales y un gran gesto de confianza en la capacidad profesional y compromiso moral de nuestros docentes.