Desde que se conoció la muerte de Gabriel García Márquez se escucharon voces que cuestionaron al escritor por su larga amistad con Fidel Castro, circunstancia que él nunca ocultó. Ser amigo de un dictador puede ser criticable, en especial cuando se trata de un artista de fama y proyección universal, como era el caso del colombiano.
Desde que se conoció la muerte de Gabriel García Márquez se escucharon voces que cuestionaron al escritor por su larga amistad con Fidel Castro, circunstancia que él nunca ocultó. Ser amigo de un dictador puede ser criticable, en especial cuando se trata de un artista de fama y proyección universal, como era el caso del colombiano.
Pero, sin dudas, esa condición no debe incidir en el juzgamiento de su obra, de su talento como autor y de la importancia que tuvo su creación en el panorama de las letras latinoamericanas. Se puede estar en desacuerdo con el pensamiento de García Márquez y aún con su tolerancia o complacencia con la dictadura cubana, pero ese aspecto debería remitir al debate de las ideas, no sobre su creación literaria. Justo es decir también que de su pluma no salieron catecismos militantes o panfletos de barricada como resultado de sus visiones políticas. Invalidar o relativizar su obra, o aún, negarse a leerla por las amistades que cultivaba como persona es mezclar las bebidas.
¿Habría que despreciar toda la obra de Pablo Neruda por su complaciente “Oda a Stalin”, “el más grande de los hombres sencillos”, según escribió el poeta? ¿Descolgamos a Picasso, monstruo indudable si nos atenemos a diversas biografías que lo pintan como un crápula? ¿Renunciamos a oír la música de Wagner por los contenidos antisemitas de sus escritos que incidieron en Hitler y en el nazismo? El asunto radica en la pretensión de que el artista debe ser noble, puro, buena persona, coherente, honesto, fiel, limpio y con una serie de atributos que conformen a todos pero que no tienen nada que ver con la obra. Y en eso radica la paradoja del arte: que personas en muchos aspectos deplorables sean capaces de crear algo que supera su propia miseria, los trasciende y hace universal su creación.
Hace más de treinta años llegaron a Uruguay las primeras novelas traducidas de Milan Kundera, el escritor checo que en 1970 había sido expulsado del Partido Comunista por sus posiciones disidentes, luego de que a partir de 1968, con la publicación de su novela La broma, sus obras fueran prohibidas en Checoslovaquia. Para nuestra izquierda dura y ortodoxa, Kundera era condenable por su disidencia. Una connotada crítica llegó a afirmar que sus obras no eran importantes porque agradaban a las señoras burguesas. Eso equivalía a decir que no eran relevantes por el hecho de estar escritas desde el desacuerdo con un régimen que pocos años después iba a implosionar. No se trataba de cómo escribía sino desde donde lo hacía.
Juzgar la obra de un autor por la discrepancia sobre lo que ese autor piensa es un tic que afecta a todo el espectro político. A Borges lo cuestionaban por sus declaraciones —muchas veces irritantes, sin duda— pero no lo leían. Felisberto Hernández tardó en ser reconocido como un autor canónico en Uruguay porque críticos de fuste, como Emir Rodríguez Monegal, lo infravaloraban con saña. Además, en 1956 se afilió al “Movimiento Nacional por la Defensa de la Libertad” cuya meta era la erradicación del pensamiento marxista y dio, en su representación, numerosas conferencias por radio. No obstante, esas ideas no estaban reflejadas en su obra. Recién en un seminario celebrado en la Universidad de Poitiers entre 1973 y 1974, el nombre de Felisberto saltó a la consideración europea e internacional.
Cada uno es hijo de sus obras —dice Cervantes— y es por ellas que debe juzgarse a un creador. Lo demás siempre es opinable y relativo. Porque lo que a la larga permanece es la obra.