Famoso episodio del Antiguo Testamento: el profeta Daniel, llamado por el rey Belsasar para interpretar una escritura misteriosa, aparecida sobre una pared en pleno banquete, informó al monarca que lo escrito anunciaba que, por su soberbia, habría llegado el fin de su reino.
La profecía se cumplió esa misma noche.
La cosa, para nuestro país, no será tan rápida, pero es hora de que los orientales, empezando por los líderes políticos, pongan atención a la escritura en la pared. Porque está clarísima. No se precisa de un profeta.
Lo que se despliega por el litoral y aparece también en la frontera con Brasil: una diferencia enorme de precios que está destrozando la economía (y la vida) de miles de compatriotas.
Desde Montevideo quizás no se percibe en su justa dimensión o se piensa que es algo coyuntural: en definitiva, no sería la primera vez que los precios son más bajos del otro lado del río, o de la línea fronteriza.
Pues, a despabilarse: la brecha con la Argentina jamás ha sido tan grande y, lo que es peor, todo apunta a que una fuerte diferencia de precios vino para quedarse. De los dos lados.
Nada indica que la situación argentina puede corregirse sustancialmente en un mediano plazo y todo apunta a que el encarecimiento del Uruguay tiene causas estructurales, que no se corregirán por meros ajustes cambiarios.
Tampoco sirve politizar el tema (más bien empeora las cosas), echándole las culpas al gobierno y reclamándole soluciones. Porque no las tiene: ni las unas, ni las otras. Más allá de algún paliativo, corregir las causas no está a la mano de las facultades gubernamentales.
Lo que está escrito en la pared es que la sociedad uruguaya y sus dirigencias políticas deben cambiar el foco: de la coyuntura política a la realidad de fondo y con ello, reconocer y encarar los graves problemas estructurales que tenemos y que nos hacen uno de los países más caros del mundo.
Para empezar, hay que terminar con el voluntarismo más o menos demagógico, tan en boga.
No está la cosa para ponerse a reclamar ficciones como la reducción de la jornada laboral (¿por qué no se la plantean ahora a los comerciantes del litoral?), o el seguir bancando pérdidas en entes autónomos (el pórtland, ¿es nuestro?), o el sueño de una Rendición de Cuentas generosa, o patear contra una reforma (tímida) de la seguridad social, que (algún día), afloje el peso del gasto.
No es fácil cambiar el chip y abandonar viejos discursos voluntaristas, pero la cosa no da para más.
Es infantil sostener que se puede solucionar el problema aumentando impuestos a los ricos. Primero, porque, como decía Damiani, no los hay, con lo que los sueños de recaudar mucho gravándolos, es eso: un sueño y segundo porque es sabido que el grueso de la carga tributaria no recae sobre el sujeto pasivo designado por la ley (progre), sino que se descarga en buena medida, hacia adelante (más precio) o hacia atrás (menos salario o empleo), impactando negativamente sobre la economía. ¿O todavía no nos dimos cuenta?
Como tampoco reconocemos que la realidad del empleo y de la mano de obra en el Uruguay se compone gravitantemente de costos previsionales y costos regulatorios.
“Todo se soluciona con más inversión”, dicen otros de los adictos a los lugares comunes. Así de fácil. Salvo que los grandes inversores, cuando miran al Uruguay, exigen, para invertir, importantes exoneraciones tributarias: prueba de que las cuentas no dan.
Lo que está ocurriendo en el litoral y en la frontera, no es otra cosa que la punta del iceberg, de un gigantesco y pesado iceberg llamado costo país.
Bien harían todos los que piensan medrar con esta situación, soñando con sacarle réditos, tanto políticos como sindicales (cada vez se parecen más), que sus maniobras se convertirán muy rápidamente en boomerangs.
Porque lo nuestro no va a ser una catástrofe instantánea, como la del rey Belsasar, sino una agonía in crescendo, que pegará muy fuerte en los próximos períodos de gobierno.
Y no se precisa ser profeta para percibirlo. Vayan al litoral y lo verán.