La cultura del puchero

El Uruguay carga con un rasgo cultural poco estudiado y de gran peso social. Se lo puede describir bajo un ángulo simpático como predisposición favorable hacia quien está en la mala, pero en realidad es una táctica de aprovechamiento del status de víctima. Porque en Uruguay ser o tirársela de víctima está bien visto y rinde.

El jugador de fútbol uruguayo, al menor roce o encontronazo con el contrincante, se tira al suelo, da varias vueltas sobre sí mismo y queda de cara al pasto con una mueca de agonía en el rostro. El juego ya ha sido suspendido, ya cobraron el foul, pero el tipo sigue tirado un rato más porque se sabe ocupando un lugar privilegiado en esta cultura: está jugando el rol más prestigioso en el Uruguay, el rol de víctima. Actitud muy parecida adoptan aquellos políticos que abren su discurso sollozando por la herencia maldita recibida del anterior gobierno o, arqueando una ceja, dicen haber sido discriminados. Todos los domingos vemos ejemplos de uno y de otro.

¿No sería más digno de admiración y socialmente más constructiva la actitud del jugador que, ante el foul recibido, se levantase enseguida mostrando que no se achica por cualquier golpe y que a él no lo voltean así nomás? Y ¿no sería más positivo para el país y más digno de respeto que el político, en lugar de abrir el paraguas, dijera: "con el apoyo que tengo de parte de ustedes, ciudadanos, me tengo fe para dar la batalla"? El tipo que se queja —en la política, en la actividad laboral, económica, deportiva, o gremial—, el que llora, despierta la simpatía universal: ha adoptado una postura legitimada, por no decir muy rendidora. Ese tal se ha colocado en el lugar que hace llover, el lugar que hace suceder cosas, por lo menos en nuestro país.

De toda la saga ruda y valiente del gaucho Martín Fierro (atiéndase al simbolismo del apellido), el uruguayo se queda solo con los consejos del Viejo Vizcacha. El que más llora es el que más liga, dice el tango (la circunstancia es la que obliga y siempre, siempre primero yo). Acá lo que rinde es decir: "yo no puedo, ayúdeme (refináncieme, exonéreme, decláreme de interés nacional, ciérreme la frontera a la competencia, arme un plebiscito para protegerme)". Nadie dice: "yo puedo, yo soy capaz, reconózcame y prémieme".

Como dice con acierto Jimena Fernández: "Es así que el status de víctima se constituye en el más envidiable de todos, exhibiendo el sufrimiento en competencia abierta para ver quién tiene más derechos, quién puede adquirir el boleto de la segura absolución. Si Ud. es una de esas personas que logra demostrar a la sociedad que es una víctima conseguirá entonces transformarse en un modelo legítimo para sus semejantes". (Dosmil30, No. 36, abril 2005).

El Uruguay de hoy ha perdido la referencia y la admiración hacia todo lo que tenga que ver con un sentido épico de la vida (excepción, a veces, el Partido Nacional). Circula vestida de rasgos positivos y generosos propios de una sociedad compasiva una flaqueza abominable que corroe el ánimo de la sociedad, la lleva a justificar la incuria y otorga reconocimiento público a los comportamientos facilongos y egoístas.

Quien alimenta este comportamiento, quien lo convierte en políticamente correcto, no es el futbolista ni el gremialista sino el dirigente político. Es el dirigente llorón quien ha creado esa modalidad de comportamiento social; la crea y la sustenta al convertirlo en la nota distintiva de su discurso, tanto cuando se queja y llora en vez de arremangarse y meter mano, como cuando demuestra en la práctica que su atención se dirige a atender al que más llora y no al que tiene más razón. Sólo saldremos de esto cuando la gente se empiece a hartar de la parodia.

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