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La calle y la convivencia

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martín aguirre
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Quién le pone el cascabel al gato? Esa pregunta retórica se vuelve más compleja, cuando la mayoría de la gente no quiere asumir que hay un cascabel, o que la sola mención del gato como problema, desata una andanada de ataques y prejuicios.

Y eso es lo que sucede hoy con uno de los principales desafíos a la convivencia que enfrenta la sociedad uruguaya. O, al menos, la montevideana. Hablamos que la cantidad de gente que vive, deambula, hace su vida, en las calles y veredas capitalinas.

Según el Mides, son casi 4.000 personas las que viven en esa situación en la capital del país. Aunque si usted vive o trabaja en zonas céntricas, bien podría pensar que son muchas más. No hay entrada de garage, pretil, escalón, espacio público, que no esté colonizado por uno de estos compatriotas a los que la sutileza dialéctica del mundo bienpensante ha definido como “en situación de calle”.

Tan solo al escribir esto ya percibimos las reacciones del otro lado de la pantalla o la hoja de papel. “Otra vez estigmatizando a los pobres”. “Qué raro, los fachos de El País destilando aporofobia”. (Nota del Redactor: en la jerga “social”, aporofobia es la acción de odiar a los pobres)

Como no importa lo que digas o argumentes, la mayoría de quienes piensan así ya tienen encasillado a cada ser humano en una categoría inexorable, siempre varios escalones morales más abajo que ellos, no parece útil entrar a discutir esas calificaciones.

Pero la tesis de esta pieza es otra: la situación que vivimos hoy en materia de convivencia es explosiva. Se lo vamos a ejemplificar con dos casos reales.

El primero, un joven profesional de clase media, cuya madre atraviesa un serio problema de salud. Ese problema le genera crueles dolores e incomodidades. A lo que se sumó el hecho de que dos o tres personas decidieron tomar el frente de su casa, justo frente a su ventana, como lugar de “achique”. Ante el fracaso de varios intentos de diálogo, llegó un día en que el joven, tal vez con la mecha corta por motivos laborales o sentimentales, al escuchar el padecimiento de su madre, sale con un palo, e intima a los campistas a retirarse del lugar. De milagro, la cosa no pasó a mayores.

Segundo caso, otro montevideano de mediana edad que vive con su mujer y dos hijos chicos en un segundo piso de un apartamento de la zona de Cordón. En la puerta, se instaló hace meses un cuidacoche, con debilidad por la pasta base. El tipo, normalmente, macanudo, entrador, se ha convertido un poco en el caudillo de la manzana. Atribuciones algo irritantes, que detonan cuando el dueño de casa vuelve tarde de un evento laboral. El cuidacoche lo ve, y tal vez por las urgencias del consumo, se siente legitimado a tocarle timbre a las 2 am, despertar a sus hijos, para pedirle “una fuerza”. “Lo hubiera matado”, cuenta el dueño de casa. “Pero el tipo conoce a toda mi familia, los horarios que entran y salen. Sólo tengo para perder.

Cualquier lector capitalino, conocerá diez o 100 casos parecidos. Pero hay un agravante.

Cuando un uruguayo ve a otro compatriota en situación de debilidad económica, o que pese a su esfuerzo la cosa le ha salido mal, la solidaridad y empatía son sentimientos dominantes. Pero con esta situación hay un diferencial. Quienes protagonizan estos episodios suelen ser hombres, jóvenes, claramente con afición a las drogas, cuya situación menesterosa tiene un componente nada obviable de decisión personal. Un lector con formación marxista se indignará y dirá que todo tiene que ver con las condiciones sociales. Nos permitimos discrepar.

Sí, es verdad que la educación pública tiene problemas serios (que ese crítico no suele querer asumir). Sí, es verdad que el mercado de trabajo está difícil para gente sin formación, o con antecedentes carcelarios, como suelen tener la mayoría de quienes viven en la calle hoy. Pero si usted se toma el trabajo de conversar con alguna de estas personas “en situación de calle”, se queda con la sensación de que en el Uruguay de hoy, con ciertas dosis de decisión, podría estar en otro lugar.

Pero más allá de las razones, motivos, justificaciones, la realidad es que la situación actual es peligrosamente insostenible. La calle se ha vuelto un lugar hostil, en especial para las personas más débiles. Y pese a acciones aisladas del Mides o del Ministerio del Interior, éstas no son suficientes. En buena medida porque hay un sector importante de la sociedad, y de las autoridades capitalinas, que o no reconocen el problema, o se niegan a enfrentarlo por prejuicios ideológicos.

Mientras tanto, el acoso mendicante, el olor asfixiante de cada contenedor convertido en letrina, el robo minorista a mujeres y ancianos, y la coexistencia tóxica callejera, siguen alimentando el éxodo demográfico hacia el este, las rejas, los pinchos de hierro bajo los pretiles, y un ambiente de tensión que, tarde o temprano, va a generar algo peor. ¿Será que no se puede hacer nada al respecto?

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