Introspección

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JUAN MARTÍN POSADAS
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La guerra en Ucrania es percibida por todos nosotros como una tragedia espantosa. Rectifico: es un error y un insulto hablar de guerra en Ucrania; hay que decir, la invasión rusa a Ucrania.

El propósito de esa invasión y de esa campaña bélica no es la victoria militar sino el brutal sometimiento a Rusia del pueblo y la nación de Ucrania. Y si no hay sometimiento -como no lo hay- se despliega una campaña militar de destrucción masiva, sin hacer diferencia entre objetivos militares y objetivos civiles: residencias, hospitales, escuelas, etc. Es lo que actualmente está en curso.

Todo eso, repasado ante nuestros ojos cada tarde y en cada informativo, nos horroriza, nos llena de compasión por las víctimas y de indignación hacia los agresores, tan poderosos y tan sin justificación alguna. Pero también puede conducir hacia otro tipo de reflexiones y comprobaciones. A eso voy. Y aviso: no quiero involucrar a nadie, hablaré en primera persona. Pero estoy seguro que, en lo que sigue, soy como muchos: como la mayoría.

¿Por qué esta guerra de destrucción en Ucrania produce las reacciones de horror y de indignación que conocemos y sentimos personalmente y, en cambio, otras situaciones tan parecidas no?

La guerra de Irak contra Sadam Hussein fue justificada bajo el pretexto de la existencia de armas de destrucción masiva. No hay diferencia sustantiva entre esa afirmación y la excusa de Putin para invadir: la desnazificación de Ucrania. Bagdad fue bombardeada desde el aire con la misma indiscriminación con que ha sido bombardeada Kiev.

Evoquemos otro caso: la guerra civil en Siria. El gobierno despótico de ese país, apoyado por Rusia, siguió la misma táctica de los rusos en Ucrania: misiles y bombardeo a las ciudades y poblaciones sublevadas o que abrigaban subversivos. Arrasamiento sin consideración de acuerdo ni tregua: solo capitulación y fosas comunes.

Nada de eso nos llegó tanto como nos llega lo de Ucrania. Son los miles de kilómetros de lejanía, dirán algunos. No: se trata de otra distancia.

Hay más de tres millones de ucranianos que huyeron de la guerra y de su patria. Más de un millón de sirios también. Unos viajaron en ómnibus o en ferrocarril a Polonia donde fueron recibidos con abrazos y alojados en casas de familia. Los otros caminaron días y noches hacia la costa o hacia Turquía: en ningún lugar los dejaron entrar; hoy viven-acampan (hace años) en enormes ciudades de carpas en el desierto o se ahogan en las noches tratando de cruzar el Mediterráneo. Unos visten como nosotros, escriben de izquierda a derecha, son cristianos: otros visten túnica los hombres y velo las mujeres, leen de derecha a izquierda, son musulmanes. Unos son de nuestro mundo y nos horroriza y subleva que tales atrocidades sucedan en nuestro mundo. Otros son también de este mismo mundo pero los consideramos de otro: un mundo culturalmente lejano, por definición bárbaro, y donde damos de barato que allá puede suceder cualquier clase de barbaridad.

¡Cuántos prejuicios hay en todo esto! ¡Cuánta información equivocada, tergiversada! (o directamente ignorancia). No me refiero a aquellas miradas severas o benignas según sea el backgruond ideológico o político: esa es una deformación crónica, indisimulable e infantil. Me refiero a algo más primario, más hondo y, a la vez, más genuino: la sensibilidad, la compasión, el espanto, el rechazo frontal y sin vueltas al abuso sea donde sea y venga de donde venga… Y me quedo pensando (y mirando para mis adentros).

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