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Humillado

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Me voy porque me siento humillado” dijo el gran Ruben Rada, abandonando un seminario sobre derechos de autor organizado por el MEC, en setiembre. La anécdota es registrada en un informe que el periodista Carlos Tapia publica en la edición de El País del pasado domingo.

El Consejo de Derecho de Autor de esa secretaría de Estado había invitado a Mariana Fossatti, representante de Creative Commons, a exponer sobre la educación virtual en el siglo XXI. La vocera dijo allí que los derechos sobre una obra creativa no pueden ser “monopolio exclusivo y excluyente” de su autor, porque según ella, debe darse “la libertad de usarla y disfrutar los beneficios de dicho uso”, “hacer y redistribuir copias, totales o parciales” e incluso “hacer cambios y mejoras y distribuir las obras derivadas”.

Es genial la generosidad que tiene esta gente con los bienes ajenos. Si me dedicara a plantar zanahorias o fabricar calzoncillos, a nadie se le ocurriría exigirme que los regale. Pero si en lugar de eso, escribo canciones, libros u obras de teatro, me fuerzan a trabajar gratis. El argumento es asombrosamente infantil y sin embargo, no solo es defendido por una poderosa organización internacional, sino que es avalado por un organismo dependiente de nuestro Ministerio de Educación y Cultura.

El conflicto reventó hace más de dos años, cuando el Senado aprobó por unanimidad un proyecto de ley promovido por el sector de Constanza Moreira, que venía apadrinado por Creative Commons, sobre la autorización irrestricta de fotocopiar, escanear y copiar cualquier obra artística. Los autores nos movilizamos rápidamente y logramos que la votación en Diputados desandara ese camino a nuestra ruina. Llegó a suscribirse un acuerdo en el que participó hasta el Pit Cnt, para limitar a una equis cantidad de páginas el permiso de fotocopiar, por ejemplo. Fue la época en que un joven diputado comunista tildó a quienes defendíamos nuestros derechos de “terroristas lucrativos”, generando una mezcla de hilaridad y espanto en el ambiente artístico y cultural.

En esa oportunidad, un buen número de creadores, de todas las tendencias, nos manifestamos en reclamo de que no se siguiera adelante con el latrocinio. A su vez, la Cámara Uruguaya del Libro dedicó al tema su Feria Internacional de 2016, bajo el lema “crear vale”. El impacto en la opinión pública fue grande: la inmensa mayoría de los senadores que habían votado el proyecto reconoció que no había comprendido su implicancia, y la infausta idea pareció dormir al fin el sueño de los justos.

Pero aunque el músculo duerme, la ambición trabaja.

Ahora, a raíz de la polémica sobre extender de 50 a 70 los años de vigencia del derecho de autor para los creadores (una medida más que comprensible si se tiene en cuenta su mayor esperanza de vida y el hecho de que, como Rada, hay músicos que en plena actividad están perdiéndolo), reaparece la gente de Creative Commons con su cantinela de siempre.

No hay que olvidar que esta oenegé, supuestamente inspirada en una loable democratización del conocimiento, en realidad está financiada por Google, Facebook y otras multinacionales que obtienen ganancias por difundir contenidos creados por otros, sin pagarles. Hay gente para todo en este mundo, es cierto. Pero nuestras autoridades no deberían seguir amparándola ni amplificando sus ideas culturicidas.

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