Grecia, París y el diálogo

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La ceremonia inaugural de los juegos olímpicos no dejó a nadie indiferente. Para bien o para mal, todo el mundo tuvo algo que decir.

En la antigua Grecia, desde 776 a.C., los juegos olímpicos eran un evento religioso y cultural en honor a los dioses. Eran instrumento para mantener la paz y la tolerancia, al punto que las guerras se pausaban durante esos días.

Luego, en 393 d.C. el emperador romano Teodosio I los prohibió por su asociación con prácticas paganas, hasta que en 1894 el barón Pierre de Coubertin fundó del Comité Olímpico Internacional en la Universidad de la Sorbona en París, y llamó a universalizar el deporte como una oportunidad para promover la paz y la cooperación internacional. En 1896 tuvieron lugar los primeros juegos olímpicos de la era moderna en Atenas y desde entonces se hacen cada cuatro años, solo se interrumpieron durante las Guerras Mundiales.

Y así llegamos a 2024, nuevamente en París, donde la comisión organizadora buscó “traer valores universales para todas las personas del mundo”, en una controvertida ceremonia que generó una ola infinita de reacciones, incluidas amenazas de muerte a los organizadores, en particular por el segmento a la diversidad.

Conversando con el P. Gustavo Monzón S.I., vicerrector de la UCU, presbítero y doctor en filosofía política, me dejó pensando: “Los que tiene derechos son las personas, no las verdades”. Desde el Concilio Vaticano II, la Iglesia dejó en claro que la función del Estado no es sostener una única verdad religiosa, sino respetar los derechos fundamentales de las personas, entre ellos la libertad de expresión y el derecho a la libertad religiosa. La iglesia asume el estado laico como doctrina propia, reconociendo en la democracia constitucional un valor político, dice Monzón.

Pero, ¿dónde está el límite entre la libertad de expresión y los derechos individuales? Ya lo vivimos en las manifestaciones por el conflicto palestino-israelí en todo el mundo; en pintadas a monumentos o edificios en manifestaciones masivas; y así podríamos seguir con una infinidad de ejemplos.

Según Monzón, “en democracia hay derecho a ofender y a ser ofendido, no hay que vivirlo como un problema, siempre que no se vulneren los derechos de las personas. Es parte de las reglas de juego. No se tiene que tratar de a quién se ofende más sino entender las razones del otro. Cuando se quiere imponer una visión única de bien, religiosa o no, se termina no siendo tolerante y termina siendo una imposición. Tolerancia implica escucharse mutuamente y no estar gritándose y ofendiéndose. Diferente es romper o atacar una iglesia, ahí sí se está afectando un derecho fundamental”.

La invitación es a aprender a convivir con el derecho a la palabra y a dialogar. A buscar convencer en lugar de acusar y agredir. Que cada uno diga públicamente lo que piense y quiera, para que los demás, con inteligencia y pensamiento crítico, podamos coincidir o discrepar con el razonamiento que nos dieron la vida y los libros. Sin blancos ni negros, llenos de los grises propios de este mundo. Porque cualquier otro camino, el de la cancelación, el de la violencia o la ofensa exacerbada, solo conduce a la imposibilidad de mirar con lucidez el mundo que nos rodea. A atrofiar el diálogo, el espíritu crítico y el razonamiento.

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