Ganamos todos

El triunfo mundialista de la selección española de fútbol femenino quedó eclipsado por el escándalo posterior. Que la mayoría haya entendido que el beso de un tipejo con poder a una subalterna fue inapropiado, es una señal de que se ha avanzado. El beso de Rubiales también es una muestra de lo que falta por recorrer.

El hombre está desnorteado, incómodo, enojado, y la mujer lo sufre. Cuando hablamos de desigualdad de género, los hombres ni entendemos que no entendemos. Somos parte del problema, pero no de la solución. “Los hombres han estado al frente de todas las batallas”, dice Ivan Jablonka, “excepto en la batalla por la igualdad de sexos”. Eso debe empezar a cambiar.

¿Cuándo fue la última vez que un hombre pensó por dónde va a caminar para decidir qué ropa se ponía? Nunca. Si es de noche, las mujeres siguen cruzando de vereda si va alguien atrás.

¿Cuándo fue la última vez que un hombre encabezó una reivindicación en pos de la equidad de género? Nunca. A nadie le gusta renunciar a sus privilegios, pero la falta de empatía es notoria.

Las mujeres piden que no las maten, las violen, ni las besen sin su consentimiento. No piden mucho, ¿no? Algunos se enojan más por un hashtag que por las cosas que le pasan a las mujeres. Cultura machista es tildarlas de exageradas.

Nuestra limitada capacidad, y nuestro acotado interés, para ver el punto de vista del otro, de la otra, es crucial. No es una cuestión de mujeres contra hombres, sino de personas contra prejuicios. No es una cuestión de derechos para las mujeres, es una cuestión de derechos humanos. Radical, ¿cierto?

No podemos solucionar un problema sin antes reconocerlo. Estamos lejos si el mero hecho de pronunciar la palabra feminismo, rechina a más de uno. Ignorar una desigualdad es la forma más eficiente de perpetuarla y ser neutral ante una injusticia es pusilánime. Parte del desafío es que el machista todavía no entiende lo que es el machismo ni razona que el feminismo no va contra los hombres, sino contra un privilegio inmerecido. En alguna medida, y hasta cierto punto, es porque ni siquiera hablamos entre nosotros sobre machismo, feminismo, masculinidad o emociones. Los hombres no contamos con las herramientas, no sabemos que necesitamos ayuda y, si es el caso, desconocemos por dónde empezar. Pero es nuestra responsabilidad.

¿Por qué a los hombres no nos interesa la igualdad de género? ¿Qué podemos hacer para vivir la masculinidad de una mejor manera? ¿Somos responsables de algo negativo que ocurre por nuestra indiferencia? No son tiempos de mirar hacia el costado. La apatía nunca es el camino.

Los hombres tenemos un papel que tiene que ser revisado por nosotros mismos. Debemos ser parte del cambio. Tomar partido. O, al menos, no ser eternos cómplices de una desigualdad que nos lastima a todos. A ellas mucho más.

Es hora de que miremos hacia dentro, tomemos conciencia, empaticemos y actuemos. Es un proceso lento, pero indispensable. Involucrar a los hombres en la construcción de una sociedad más justa es fundamental. Cada uno toma decisiones todos los días y cada una de estas elecciones es una oportunidad para derribar actos cotidianos de sexismo y priorizar la equidad. Una oportunidad diaria para ser menos machista.

Si los hombres tienen miedo de trabajar con mujeres o se sienten perdidos porque argumentan ya no saber qué es acoso y qué no, ¿quién tiene la culpa? ¿Quién tiene que desaprender varias cosas? El que dude en responder, tiene mucho por recorrer. Cualquier jefe que le dé un beso no consentido a una empleada (o una jefa a un empleado) debería perder su trabajo. ¿Alguien lo duda? Ni siquiera debería ser necesario al que lo cuestione hacerle la pregunta de cómo se sentiría si le pasara a su hija. Es triste que todavía se busque justificar lo injustificable. Lo bueno es que cada vez quedan más expuestos.

Nos encaminamos a cumplir el primer cuarto del siglo XXI y todavía hay personas a quienes les incomoda que las mujeres le reclamen al Estado, a la sociedad, y a los hombres que se respete su integridad física. Por la violencia de género, expresión extrema del poder que los hombres pretenden mantener sobre las mujeres, muere a manos de un familiar una mujer cada 11 minutos.

Exparejas mataron a Valentina Cancela y a Natalia Lagos el mes pasado. Esta semana imputaron por intento de femicidio a otro hombre. Cuando un femicidio llega a los medios, la conmoción pública es momentánea. La vergüenza nos dura un rato. Solemos olvidar que la violencia femicida es consecuencia de una cultura machista que normaliza lo inaceptable. Esa cultura mata. Parece mentira tener que aclarar que la culpa nunca, pero nunca, es de la víctima.

El machismo nunca tuvo tan poco prestigio. Es anacrónico. La sociedad avanzó impulsada por el hartazgo de las mujeres y, en lugar de agradecerles, nos callamos. Peor, nos quejamos. Su victoria no las beneficia solo a ellas.

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