La envidia es un potente motor de la historia. En Uruguay, hay un actor político y cultural preponderante que ha hecho de ella su principal herramienta discursiva, su gran elemento explicativo de la realidad social, y su potente aglutinador de voluntades en torno a un proyecto colectivo pujante y decidido a cambiar al país: la izquierda en general, particularmente la que se ha identificado históricamente con el marxismo-leninismo, y por supuesto, sobre todo los tupamaros.
La envidia no se muestra orgullosa ni confiesa ser protagonista. Se esconde; a veces, disimula ser la verdadera inspiradora de un discurso que apela a la justicia social; otras veces, apenas se la descubre como matriz esencial de un diagnóstico que, a primera vista, puede incluso resultar seductor. Sin embargo, en el largo plazo de sesenta años de historia del país es difícil encontrar un actor que de manera tan tenaz como por momentos sofisticada, haya sido tan motivado por la envidia como los tupamaros.
Por supuesto, sus primeros movimientos de los sesenta resultan, vistos hoy, obviamente marcados por la envidia: desde sus toscos diagnósticos que criticaban al capitalismo y a la propiedad privada, hasta las acciones más concretas hechas de decenas de robos que tomaban por objetivo a veces a familias acaudaladas, o siguiendo por las tonterías propuestas a inicios de los setenta -imitadas por algunos militares, también subrepticiamente motivados por el rencor hacia sus superiores sociales-, hay un hilo conductor hecho de envidia, resentimiento, enojo, frustración y destrucción.
Sendic Antonaccio, ese procurador resentido y desclasado que devino en delincuente revolucionario, fue en aquellos años quizá la mejor personificación de tanta envidia; y es evidente que Mujica Cordano ha sido, por décadas, el atizador de ese talante que ora la emprendía contra los universitarios, ora contra los grandes estancieros, ora contra los empresarios adinerados, u ora contra las familias patricias que han formado generaciones de servidores partidarios: todo lo que él jamás logró en su vida, fue objeto de su conocida maledicencia hija de su resentimiento feroz.
Hoy esa envidia viste otro atuendo. Como siempre, busca cobijarse en buenos sentimientos: la preocupación por los que menos tienen. Y como casi siempre, plantea acciones que parecen sonar muy bien: procurar la igualdad social. Así las cosas, el gran exponente hoy de esa envidia tupamara de siempre es Orsi, con su insistencia en que el Uruguay es más desigual ahora que hace unos años, y con que debemos forjar una sociedad más igualitaria.
No es cierto lo que dice Orsi: no somos hoy radicalmente más desiguales que hace diez años; y no es bueno vivir en una sociedad igualitaria: el objetivo, en realidad, debe ser vivir en una sociedad libre en la que cada uno pueda realizarse en función de sus personales y distintos talentos y virtudes. Pero más allá de eso, lo relevante es que, de nuevo, la izquierda operará desde su disimulada envidia -miren, es injusto que ese tenga más que yo-; y desde su extendido resentimiento -hagamos algo para que ese deje de tener más que yo-. Esta vez, lo hará queriéndonos hacer creer que está bregando contra una nefasta e injusta desigualdad económica y social.