Montevideo está triste. Para quienes conocimos el centro como “la Corrientes uruguaya” nada queda. Y, de la Ciudad Vieja, “City”, Cabildo, Plaza Matriz y Catedral que recorrían multitudes de día y donde en la noche se encendían luces rojas y tentaciones non sanctas, tampoco. Quizás seamos la misma cantidad de personas en la capital. Aunque mucha gente se ha ido a la costa hacia el este.
Los fines de semana quienes buscan espectáculos hasta hace poco podían ir al cine. Ahora, ya no se exhiben películas relevantes y las que lo son al poco tiempo están en el “streaming” (internet) a disposición de celulares, táblets, computadoras y televisores. Eso hace que con mente abierta, haya personas -me cuento entre ellas- que hasta se animen a ir al Teatro Solís a ver a la Comedia Nacional. Haciendo caso omiso a la realidad que reza, que siendo todo una dependencia de la Intendencia Municipal de Montevideo, se corre el riesgo de sentarse en una cegada tribuna proselitista. Y, ello, pese a que son dependencias públicas.
Viene a cuento por una reciente concurrencia personal al Teatro citado para presenciar “Las brujas de Salem”, escrita por el estadounidense Arthur Miller.
La obra escrita en 1953 es mucho más que una dramatización de los juicios por brujería ocurridos en Salem en 1692. Su verdadero significado radica en su función como alegoría política y crítica social, especialmente dirigida al contexto del “macartismo” en Estados Unidos. Miller le escribió durante la llamada “caza de brujas” del senador Joseph McCarthy, cuando muchas personas fueron acusadas -en oportunidades sin pruebas- de ser comunistas. Así como en Salem se perseguía a supuestas brujas, en los años 50 se perseguía entonces a supuestos comunistas. En esencia, fanatismo intelectual, arbitrariedad del poder, histeria colectiva e intolerancia son inspiración del drama.
Para un espectador ajeno a la barra brava adicta presente en el teatro, el desarrollo de la actuación termina siendo un simple sico-drama, acompañado por juegos de luces y sonido acorde estridente, cuya finalidad se explica en el programa de la presentación (conviene leerlo antes de entrar a sala). Allí, dice se trata de una tragedia basada en el origen de los Estados Unidos, “una democracia que Miller dinamita” y que ahora nos presenta al asalto al Capitolio, la locura de Trump y Musk, la Argentina de Milei y que no “es independiente de la ultraderecha en Italia, Alemania, Hungría, Francia, Rusia, Turquía, España…”; lo que se cierra con este comentario: “¿qué vamos a hacer?”.
La obra termina en un delirio general del público hincha. Inevitable, si se tiene en cuenta el magno reto planetario descargado sobre los anonadados presentes.
Miller fue un crítico de aspectos materialistas de la sociedad estadounidense. Nadie lo metió preso. Al final de sus días se le reconocía una fortuna de diez millones de dólares, ganados especialmente merced a sus derechos de autor. Y, convengamos se dio muchos gustos. Uno -no menor- fue su cor-to matrimonio con Marilyn Monroe, ícono “sexy”, frívolo, platinado y cur- vilíneo de Hollywood. En Rusia, China, Irán, Cuba o Venezuela a alguien por predicar un sentido crítico mucho menor, más vale no pensar como le iría (y, además sin Marilyn)…