Las etiquetas políticas tienen un fin: ayudar a entender la realidad. Es por eso que para explicar lo que pasa en un país se suele apelar a eso de “derecha” e “izquierda”, sobre todo de parte de agencias de noticias, o politólogos perezosos.
Pero... ¿qué pasa cuando esas etiquetas en vez de aclarar, oscurecen?
En América Latina lo vemos todo el tiempo, cuando se fuerza de manera ridícula la realidad para adaptarla al cuadrado esquema ideológico europeo. Hugo Chávez, un militar golpista, homofóbico, autoritario... ¿era de izquierda? ¿Perón? Por otro lado, Ricardo Lagos o Sanguinetti, dos socialdemócratas, que creen en un Estado presente, pero también en la liberalización comercial ¿son de “derecha”? Por no entrar en casos todavía más complejos como Alan García o Daniel Ortega. Tal vez habría que pedirle a la Deutsche Welle que nos lo explique.
Pero a nivel local tenemos un problema similar. En esta edición de El País se publica una excelente nota de Carlos Tapia que busca analizar el futuro del “wilsonismo” tras la muerte de Jorge Larrañaga, donde hablan políticos, académicos, analistas. Pero ¿qué es ser “wilsonista” en el año 2021?
Este tema ya fue objeto de una columna aquí mismo hace ya un tiempo, así que no vamos a reincidir. Pero la realidad es que no hay un texto canónico que defina al wilsonismo como una corriente política con características claras. Hay discursos, hay posturas, algún plan de gobierno... Pero el propio Wilson Ferreira fue una figura tan compleja, tan rica en matices, y tan cambiante, que es imposible hoy definirlo 100%.
Tal vez ese fue el secreto del “éxito” de Wilson, de su perdurabilidad, pese a nunca haber llegado al gobierno. Que más allá de posturas, es un vaso que cada cual llena con las características que más le gusten. Le sirve al que se identifica con un nacionalismo más “progresista”, al que rescata su espíritu republicano, su sacrificio patriótico, su anticomunismo, su catolicismo, o su fanatismo por Nacional.
Curiosamente, hoy el wilsonismo se define como lo que no pertenece a otra cosa. Y esa cosa, según nos dicen los expertos, sería el “herrerismo”. Algo muy loco, ya que el propio Wilson fue quien tuvo el rol de poner las suturas finales al corte entre herreristas y blancos independientes, que por décadas dividió a los blancos.
Pero casi tan inclasificable como el wilsonismo es su presunto contrario interno. Porque ¿qué es el herrerismo hoy? Más aún... ¿cómo se definiría hoy al propio Luis Alberto de Herrera? Tenemos que admitir que viniendo de una tradición familiar de blancos independientes, no tenemos herramientas como para hundirnos en esas profundidades. Se lo dejamos a Tomás Teijeiro o a Pancho Faig.
Pero hay una tendencia, sobre todo entre dirigentes del Frente Amplio y sus satélites académicos, de acumular en una categoría llamada “herrerismo” todos los defectos posibles de la política, sin demasiado realismo. Herrera fue ante todo un caudillo popular, un tipo que peleó con Saravia, un pragmático absoluto. Pero esta nueva lectura, bastante grosera, le atribuye al “herrerismo” ser un hato de neoliberales cajetillas alejados del sentir popular. Honestamente, calificativos que parecen más ajustados para los blancos independientes. (¡Me matan en casa!)
La intención de esto es recrear una contraposición antigua (y falsa) entre batllistas y herreristas, donde el heredero de Don Pepe sería claramente el Frente, y el resto los villanos toscos conservadores. De hecho, en la campaña pasada, un historiador entrevistado por La Diaria lo dijo con todas las letras: “el eje izquierda-derecha en Uruguay se definió con la dictadura de Terra”. En aquel momento le escribimos al autor de la nota, para agradecerle, ya que entonces El País quedaría ubicado del lado de los buenos, porque fue un gran opositor a la dictadura de Terra. ¡Imagínese qué alivio!
Pero esto se complica todavía mucho más cuando quienes lideran a un partido, son gente de la generación del presidente Lacalle Pou. En cuyo gabinete figuran herreristas y wilsonistas, mezclados de manera muy promiscua. Algo que explica muy bien Pablo Iturralde en la nota de Tapia.
Lo que sí es verdad es que con el sistema electoral actual en Uruguay, un partido político que quiera gobernar requiere acumular liderazgos que representen a gente con sensibilidades diferentes. Cuanto más amplio sea ese menú interno, más éxito. El ejemplo más claro fue el Frente Amplio de Vázquez, Mujica y Astori.
El problema para los blancos, que viene de antes de la muerte de Larrañaga es encontrar un dirigente (o varios) que puedan complementar el liderazgo de Lacalle Pou, acercando o conteniendo a gente con distintas miradas, sin generar pelea interna. Que ese fue siempre el gran problema del Partido Nacional.
Lo demás son etiquetas que, más que aclarar, enturbian la comprensión de la realidad.