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El fantasma del pobrismo

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ÁLVARO AHUNCHAIN
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Un fantasma recorre el mundo: el fantasma del pobrismo. 

Parafraseo intencionadamente la primera línea del manifiesto de Marx y Engels para reflexionar sobre este prejuicio intangible que ensombrece muchas mentes, distorsionando su percepción de la realidad y haciéndoles errar el camino para transformarla.

Uno de los argumentos preferidos por los recolectores de firmas contra la LUC es una norma que habilita la concreción de acuerdos entre partes para arrendar inmuebles por plazos preestablecidos, sin acoger al inquilino al beneficio de prolongar el período de desalojo y lanzamiento. En realidad es un sistema optativo para aquellos que, sabiendo que no alquilarán por mucho tiempo, lo utilicen como forma de bajar el precio a pagar. La mentalidad pobrista convierte la idea en una presión del propietario, ansioso de dejar al inquilino en la calle. Parten del prejuicio de que el arrendatario no podrá cumplir con sus obligaciones.

Es otra muestra de una percepción dicotómica de la realidad: débiles contra fuertes, víctimas contra victimarios. Pero la realidad se empecina en ser más compleja. Como replicó José Batlle y Ordóñez en 1917 a Celestino Mibelli, quien cuestionaba su política reformista y clamaba por un cambio revolucionario: “No es verdad que las sociedades modernas estén divididas, en dos clases bien separadas… Es casi infinito el número de matices que hay en las situaciones de los individuos y nadie podría trazar una línea divisoria entre los que son explotados y los que explotan”. O la otra cita en que derriba de un plumazo el tinglado de la lucha de clases: “Lo que interesa al capitalista no es que el obrero tenga salario escaso y coma poco; lo que le interesa es que haya una diferencia considerable a su favor entre lo que paga al obrero y lo que le produce el artículo que fabrica… ¡no es lo mismo! (...) En los cálculos del empresario que implanta una industria no entra, por lo general, la rebaja del salario del obrero y puede, al contrario, entrar el aumento, por la demanda mayor de trabajo que la creación de la industria nueva, si es muy importante, puede producir”.

Es increíble que esto haya sido escrito hace 104 años y todavía hoy deba ser explicado, en un contexto en que líderes opositores y sindicales no paran de quejarse de una supuesta avaricia del empresario, sin comprender que este, para prosperar, se ve naturalmente obligado a dar más fuentes de trabajo y subir salarios, al ritmo del crecimiento económico. Pero el pobrismo vive y lucha.

Ha sido matrizado ideológicamente por una teoría marxista que divide a las personas en estamentos separados, sin prever que en el Uruguay de la primera mitad del siglo XX, un gallego o un italiano podía bajar del barco con una mano atrás y otra adelante y, merced al trabajo en una economía abierta, convertirse en empresario exitoso.

En los últimos años, con el bienvenido auge del emprendedurismo, he leído a más de un intelectual burlarse de esta materia y de los centros educativos que la promueven. Es paradójico: gente que cobra su sueldito todos los meses de las arcas del Estado, se ríe de la muchachada que en lugar de buscar ese cómodo resguardo, apuesta a desarrollar ideas productivas sin más respaldo que su propia capacidad de riesgo.

Una de las claves del anticuado y risible debate ideológico en que está empantanado nuestro país radica en ese prejuicio, que podría sintetizarse en la certera ironía de Mariano Grondona: “El populismo ama tanto a los pobres, que los multiplica”.

Seguimos enganchados al paradigma del empresario explotador y la superioridad moral del explotado.

Ni lo uno ni lo otro: la gente, en el ejercicio de su libertad, busca qué hacer con su vida, cómo progresar individualmente y aportar a la comunidad. Algunos asumen el riesgo de emprender, otros no, pero todos estamos en el mismo barco. Y la dialéctica entre unos y otros es una costosísima pérdida de tiempo.

Volviendo a Batlle y Ordóñez (lo elijo porque nadie podría etiquetarlo de facho o neoliberal), “no es la lucha de los intereses, que rebajaría moralmente a todos, la que debe entablarse, sino la de las ideas, que convence y enaltece”.

El pobrismo marxista acentuó su influencia miserable, a nivel latinoamericano, en alianza con la mala lectura de la austeridad franciscana que hicieron los ideólogos de la Teología de la Liberación. Notorios intelectuales cristianos acompañaron la moda ideológica de los años 60, mezclando el tradicional elogio de la pobreza con proclamas del materialismo dialéctico, tocino con velocidad.

Y cuando desde un sentido común liberal y reformista decimos estas cosas, seguramente recibiremos el insulto a la moda: “¡Aporófobo!” Nada de eso, amigos. Ni aporofobia ni aporofilia.

Lo que hay que comprender de una vez por todas es que la pobreza no es una virtud a ensalzar, sino una desgracia a corregir, con un Estado presente que garantice la movilidad social a través de la más amplia política educativa y cultural. Con gobiernos que amparen a los más débiles, sin encadenarlos para siempre al clientelismo de la caridad pública.

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