Institucionalmente, somos, de veras, una República regida por los principios del Derecho: los Poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial son independientes entre sí; las instituciones de garantía -Tribunal de lo Contencioso Administrativo, Tribunal de Cuentas, Jutep, etcétera- son apolíticas; el gobierno ha rotado entre partidos que entregaron puntualmente el poder, sin fraudes calidad Maduro y sin asonadas Trump ni bravatas Bolsonaro.
Pero no tenemos derecho a dormirnos en los laureles, por cuanto junto con ser el Uruguay un aplaudido Estado de Derecho, nuestra vida se salpica a diario por el endeble estado de nuestro Derecho.
Los noticieros de cada jornada nos ensangrientan el alma con crímenes atroces, parte de los cuales se originan en rivalidades por el narcotráfico, mientras otros obedecen a las mismas miserias íntimas que antes llamábamos “crímenes pasionales”, que hoy abarcan no solo femicidios sino también infanticidios.
Por sí solo, eso nos coloca jurídicamente fuera de ambiente, ya que no basta la legalidad de los procedimientos y penas que recaen sobre tragedias irreversibles.
Condensado en la Constitución para ser inmediatamente aplicado, el ideal de civilización requiere conciencia, inclinación y hábito de respeto no solo a la regla de Derecho sino a la persona en su concreta gestión de vida. Y en eso, venimos soportando que nuestros derechos se vayan limando, descamando y hasta disolviendo.
Sí: el Derecho se nos achica cuando vamos a un Juzgado y el actuario está escondido en su escritorio y no recibe público ni profesionales, cuando la Administración repele la presencia del ciudadano y solo promete contestarle por correo electrónico y cuando nadie se compromete personalmente con el deber de combatir una injusticia aun cuando el atropello salte a la vista.
El Uruguay tolera la chicana, en el preciso sentido que define el Diccionario de la Real Academia: “Artimaña, procedimiento de mala fe, especialmente el utilizado en un pleito por alguna de las partes”. Se la usa mucho, pero poco se la condena con las costas, los costos y las reprimendas profesionales que dispone la ley. Más aún: el Estado suele usar sus servicios jurídicos para negar lo evidente y defender lo indefendible.
En todo eso, nuestro Derecho viene debilitándose, con la ayuda de la miopía materialista y la incitación a la pereza mental que genera el relativismo que le abrió las puertas al narcotráfico.
En ese marco el ciudadano ya no tiene sus derechos reglados por la ley, como manda la Constitución y con el alcance que dispone el art. 20 del Código Civil: “El contexto de la ley servirá para ilustrar el sentido de cada una de sus partes, de manera que haya entre todas ellas la debida correspondencia y armonía.” Hoy, invocando “protocolo”, se limita, se alinea y se despacha a quien sea, desde el anonimato inapelable de los que solo obedecen.
Por si fuera poco, hay otro debilitamiento del Derecho, sutil pero también corrosivo. Es el que se produce en cada destrato, en cada grosería y en cada insolencia que, sin aterrizar en los Juzgados, integra la malla de deshumanización que asfixia a la persona.
El Derecho es la proyección normativa de la persona. Su limitación anímica, o espiritual, hace que nuestro Estado de Derecho rija en las instituciones y los papeles, pero no nos empapa la vida diaria porque le falta la afirmación del ideal humanista.
Y un Derecho sin el ideal humanista de plenitud personal es una ristra de trámites, pero no es la fraternidad palpitante que requiere un Estado de Derecho.