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El enemigo está dentro de EE.UU.

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GINA MONTANER
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En un certero análisis publicado en The Atlantic, Ann Applebaum puntualiza que Vladimir Putin es más un “nostálgico del imperialismo” que un simple nacionalista, así como hará todo lo que esté a su alcance para moldear a Rusia a imagen y semejanza de su distorsionada percepción de la historia.

Por medio de mentiras y propaganda Putin ha urdido coartadas para lanzar una invasión en Ucrania con la intención de borrar tres décadas de soberanía de una nación que anhela, sin éxito, formar parte de la órbita de la OTAN y salvaguardarse de las garras de un autócrata formado bajo el KGB que lleva veinte años gobernando con mano dura y manga ancha a la hora de enriquecerse personalmente y favorecer a sus amigos oligarcas.

Putin pertenece al nefasto club de quienes llegan al poder con el objetivo de perpetuarse en él, sin el menor miramiento con los derechos individuales y los reclamos de libertades que obstaculizan sus pretensiones.

Es evidente la naturaleza tóxica de un gobernante que aspira a imponer una dictadura expansionista sin importarle el costo en vidas, y las implicaciones globales de su violenta injerencia. Por ello resulta más que sorprendente que haya personalidades de peso político en Estados Unidos, en específico dentro del partido republicano, que en un momento tan delicado apoyen a Putin.

El líder de los republicanos en el Senado, Mitch McConnell, y otras figuras prominentes del establishment republicano no han perdido tiempo en denunciar la invasión de una potencia que aspira a instalarse nuevamente en la Guerra Fría. Sin embargo, el sector leal al ex presidente Donald Trump lo secunda en sus alabanzas al líder ruso. Sin ir más lejos, en víspera del despliegue de unas 190,000 tropas de ocupación Trump calificó la estrategia de Putin como una “genialidad”, admirado por su capacidad de controlar “un gran territorio con mucha gente, sencillamente tomándolo.”

En el Partido Republicano hay defensores de las democracias y quienes enaltecen a déspotas.

Ya desde la campaña electoral contra Hillary Clinton, cuando se perfilaba como el candidato ideal para los intereses rusos, Trump instó a Moscú a piratear los correos electrónicos en el servidor privado de su rival. Fue el inicio de la interferencia rusa en el proceso electoral de Estados Unidos y el debilitamiento de una democracia sólida.

Durante su presidencia Trump minimizó una y otra vez los atropellos del Kremlin en materia de derechos humanos. Asimismo, no ahorró en esfuerzos (en vano) por reinsertar a su coyuntural aliado en el G-7. El colmo de su actitud obsequiosa fue en el encuentro que ambos mandatarios sostuvieron en julio de 2018 en Helsinki, donde contradijo las informaciones de los servicios de Inteligencia que indicaban las maniobras de Moscú en las elecciones de 2016.

Ahora, en plena escalada de un conflicto internacional, Trump se muestra más critico con la política de Washington que con la ofensiva imperialista de Putin.

En el seno del partido republicano se ha ahondado la brecha entre quienes anteponen los intereses de Estados Unidos y las democracias de Occidente frente a los embates de gobiernos enemigos de la libertad, y aquellos que se empeñan en enaltecer a “hombres fuertes” que en verdad son déspotas. No hay que ir demasiado lejos para tropezarnos con el enemigo.

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