La violencia y anarquía que reina en países hermanos, con muertos o heridos tendidos en las calles, víctimas del poder irrestricto de un estado o bajo los excesos de civiles que toman la pretendida justicia por sus propias manos es consecuencia, aunque no única, de un poder estatal mal ejercido o no ejercido en absoluto.
La violencia y anarquía que reina en países hermanos, con muertos o heridos tendidos en las calles, víctimas del poder irrestricto de un estado o bajo los excesos de civiles que toman la pretendida justicia por sus propias manos es consecuencia, aunque no única, de un poder estatal mal ejercido o no ejercido en absoluto.
Podemos concebir un Estado con responsabilidades mínimas, cuidadoso de la libertad, seguridad y dignidad individual, sometido a las normas de la constitución nacional del país del que se trate, con los poderes legislativo, ejecutivo y judicial independientes entre sí o uno intervencionista con activa participación en la economía y en la producción, pero en ningún caso el Estado puede claudicar de sus deberes básicos de regulador de la convivencia social.
No cabe duda que el Estado sí debe tener un papel regulador y gendarme en cuanto es responsable de dictar normas y hacerlas cumplir, asegurando a los individuos la paz necesaria para desarrollarse como personas, en familia y procurare un sustento honesto.
Un gobierno que no ejerce su poder debidamente, con firmeza y autocontrol abandona a sus habitantes al arbitrio de los más poderosos, convirtiendo los países en territorios sumidos en la anarquía, el terror y la frustración. Esta frustración de quienes no perciben la protección del Estado provoca en algunos la necesidad de protegerse a cualquier precio y generalmente este proceso genera un espiral de violencia que es muy difícil de contener.
Ya no es el Estado que limita las libertades individuales en pos del bien general, sino que son las masas que atropellan dichas libertades en aras de obtener por la fuerza beneficios para ciertos grupos de presión organizados.
Mientras que el Estado claudica de sus deberes y abandona su poder de gobierno en manos de quienes no han sido elegidos por el pueblo, los individuos no son tratados como iguales, muy por el contrario los pacíficos, cumplidores de las normas se ven avasallados por quienes, detentando ilegítimamente el poder, imponen sus intereses personales o corporativos por sobre los verdaderos intereses sociales.
La alerta debiera ser advertida, los principios básicos de las sociedades comienzan a cambiar y lo que se veía como atroz, como un linchamiento, comienza a justificarse como fruto del hartazgo. Cuidado, ese proceso solo puede terminar en algo peor, su límite: una mayor y desmedida violencia.
Cuando el pueblo elige a sus gobernantes lo hace justamente para que ejerzan el poder que se les confiere y con un objetivo muy específico considerado el pacto social, que está contenido en las respectivas cartas magnas. El pueblo no confiere el derecho de gobernar, sino la obligación de hacerlo, no confiere derechos a sus gobernantes sino responsabilidades y solo en aras del bien común autoriza que se le limite en sus derechos, ciertamente no resigna su derecho a la libertad, dignidad y propiedad, solo da poder a un gobierno para que lo proteja en el ejercicio de ellos.
Recordar la Constitución de la República en sus artículos 7 y 8, en tanto reconoce que todos los habitantes de la República tienen derecho a ser protegidos en el goce de su vida, honor, libertad, seguridad, trabajo y propiedad y declara a todas las personas como iguales ante la ley, salvo sus talentos o virtudes, es un buen resguardo para mantenernos como Nación civilizada y alejarnos de los malos ejemplos que cunden en los alrededores.