Las condenas del Tribunal de Apelaciones de Primer Turno contra el ex Ministro de Economía Fernando Lorenzo y el ex Presidente del Banco de la República Fernando Calloia tuvieron eco en el gobierno.
Solidaridad, ratificación de confianza personal, reclamo de derogar el delito de abuso de funciones cuando los involucrados no se llevaron nada y actuaron de buena fe… Esas reacciones no merecen pasar en silencio. Exigen reflexión.
En general, acatar el pedido de un Presidente, sin ir nada en la parada y creyendo obedecer órdenes políticamente imperativas para cumplir un plan de interés público, es una conducta compatible funcionalmente con una buena conciencia, que merece respeto.
Pero siendo Ministro o siendo Presidente del BROU, dejar de controlar la legalidad de lo que pedía José Mujica cuando estaba encaramado en la Presidencia y saltearse los reglamentos para avalar a una ignota postora prefabricada en España para un remate de Pluna preanunciado de “pocos minutos”, indica desviación del poder público con conciencia y voluntad, artículo 18 del Código Penal.
Los protagonistas tuvieron el minuto fatal que les costó carísimo y duro lo pagaron. Humano es. Pero objetivamente hubo “trama ilegal” y “manejo arbitrario”, según resume ahora el Tribunal a partir de lo que supimos todos cuando se identificó a “el caballero de la derecha”. Y eso fue delictivo y mereció que nuestro Poder Judicial, aun con facultades de investigación hoy rebanadas, haya asumido un empuje ejemplar de independencia para juzgar en vocabulario de juristas lo que todos vivimos en el lenguaje de las esquinas.
Por eso, no le hace ningún bien a la valoración nacional del Derecho que el elenco gubernativo ahora entone a coro lisonjas personales y esconda la tajante frontera que hay y debe haber entre la ley y el delito.
Nuestro Derecho ha ido debilitándose hasta llegar a estado de caquexia, no tanto -o no solo- por haber perdido rigor lógico y gramatical y por haber hecho destrozos en el proceso penal sino porque gran parte de la ciudadanía bajó la guardia. Hemos creado un tipo humano que se entera pero no valora, mira pero no se conmueve y, en vez de cultivar reflexiones esclarecedoras, deja que todo se disuelva en una media tinta donde -manes de Discépolo- “todo es igual, nada es mejor”.
La falta de reflejos no es un hecho técnico. No nace por déficit en la transmisión de los conocimientos jurídicos. La indiferencia no surge ante los códigos, que al fin de cuentas los leen solo unos pocos. Brota a partir del modo opaco de encontrarse con el semejante, del silenciamiento de lo que se siente, de la paralización de la facultad de indignarse, de la pérdida de espíritu valorativo. Todo eso, agazapado, realiza una labor intra-abortiva, por la cual los sentimientos se ensombrecen en la persona antes que ella llegue a despertar a las luces del Derecho.
Vaciada la relación con el prójimo, la legalidad parece solo una abstracción, donde todo resbala. Tanto que hasta se puede felicitar a los condenados…
Pero el Derecho no es la abstracción. Es la realidad concreta encarada desde la vibración del hombre entero.
Y como al hombre le vienen cortando las alas, nuestro Derecho está malherido en el CTI.