Educación en el amor

El filicido y suicidio simultáneo ocurrido en Soriano hace unas semanas, entre otros semejantes, nos devuelven una pregunta incómoda: ¿qué estamos dejando de enseñar? En el debate público solemos señalar culpables -el machismo, el feminismo, la cultura patriarcal, la falta de justicia-, pero rara vez nos detenemos en el núcleo de la formación de la persona. El problema de fondo es más simple y más radical: falta educar en el amor. El machismo y el feminismo son nefastos para la convivencia social. Lo que necesitamos es la equidad: garantizar un mismo punto de partida para todos, tanto en las familias como en el sistema educativo, asegurando un desarrollo sano en ambientes de paz y prosperidad.

Cuando esas dos instituciones -familia y escuela- fallan al mismo tiempo, las consecuencias se agravan y aparecen las raíces de muchos de nuestros males sociales.

La palabra amor es casi invisible en los programas oficiales. El Programa de Educación Inicial y Primaria de 2008 lo menciona apenas una vez: “… amor por el conocimiento y la cultura…”. En documentos más recientes de educación inicial se habla de implementar la atención a la primera infancia con “amor propositivo, respetuoso y fortalecedor”. Sin embargo, en el Marco Curricular Nacional 2020 de ANEP, el término ya no aparece. En su lugar se multiplican expresiones técnicas como empatía, respeto, solidaridad o cuidado.

En el sistema privado la situación es distinta. En varias instituciones confesionales, el amor es un eje explícito: “amor al prójimo, solidaridad, respeto, honestidad”. En cambio, en colegios laicos no suele figurar como tal; se lo sustituye por referencias a la afectividad o, en algunos casos, reducido al plano de la educación sexual.

Si el amor está ausente, la palabra violencia abunda. En el Plan Nacional de Convivencia Escolar de ANEP, en protocolos de actuación y en materiales de educación sexual, la violencia aparece como un fenómeno a prevenir y atender. La categoría se vincula estrechamente al concepto de género: “violencia basada en género”, “violencia doméstica”, “violencia hacia mujeres y niñas”. En todos los casos, la orientación es técnica y pedagógica: identificar conductas, desnaturalizar prácticas, introducir un marco de derechos humanos.

La síntesis es clara: Amor: escasas menciones, siempre asociadas a lo afectivo y vital (cuidado y sostén en la infancia). Violencia: omnipresente, crítica y estructural, desde la escuela hasta lo global. Si los documentos que orientan al sistema educativo se constituyen de este modo, ¿qué podemos esperar de las prácticas de enseñanza y aprendizaje que derivan de ellos?

La ausencia de amor como categoría formativa deja un vacío. No basta con protocolos contra la violencia ni con tecnicismos sobre empatía. Se necesita encarnar más amor en la educación. Un niño que crece con amor aprende a cuidar; un adolescente que experimenta amor aprende a convivir; un ciudadano que fue educado en el amor difícilmente elija la violencia como camino.

En definitiva, el amor debe estar al centro del debate educativo, como principio radical de formación de la personalidad. Porque donde falta amor, la violencia siempre encuentra su lugar.

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