Uruguay no tiene enormes problemas de corrupción, pero esa percepción de decencia pública suele tener una contracara incómoda: la naturalización del despilfarro.
La aceptación resignada del gasto ineficiente como si fuera un mal menor, una forma inofensiva de hacer funcionar el país sin grandes sobresaltos.
Gastamos mal. Y lo hacemos con una mezcla de inercia, miedo al conflicto y una cultura presupuestal que, lejos de impulsar cambios estructurales, sirve para posponerlos indefinidamente.
Ahí está el cartel de Minas de US$ 700.000 que dice el nombre de una ciudad que, presumiblemente, ya sabíamos dónde estaba. No es solo un exceso, es un monumento a la desconexión total entre quienes toman decisiones y quienes viven las consecuencias.
Ahí están también los US$ 32 millones repartidos entre unas pocas familias para ordeñar vacas. En el siglo XXI. Estamos en un universo paralelo donde gastar millones para que unos pocos produzcan leche de manera ineficiente se promueve como política sensata. Decidieron que lo que Uruguay necesita es más gente ordeñando vacas.
Son ejemplos extremos, sí, pero no excepcionales. Los hay de sobra y no son errores aislados, sino la materialización de un sistema que perdió por completo el sentido de las prioridades, la noción del valor del dinero y, con ella, del propósito de gobernar.
Una parte significativa del gasto estatal está orientada a obtener efectos inmediatos de validación política. Se gasta para inaugurar, no para evaluar.
Lo importante es cortar cintas, sacar fotos, poner placas. El éxito se mide en actos, no en resultados. Como si el objetivo del dinero público fuera tranquilizar al votante, no transformar su realidad.
El Estado no actúa como una herramienta de cambio, sino como una productora de gestos. Se ha desarrollado una estética del gasto. Se justifica casi cualquier iniciativa pública con la frase mágica de que “el Estado tiene que estar presente”. Presencia no es sinónimo de pertinencia. Y mucho menos de impacto.
Así proliferan programas poco o mal evaluados, subsidios que nadie se atreve a revisar por temor al costo político, direcciones y reparticiones que existen no por necesidad sino por otros intereses. Se gasta sin preguntar, como si el acto mismo de gastar fuera virtuoso.
Desde hace décadas, el Estado ha sido utilizado también como amortiguador del desempleo estructural. Intendencias convertidas en agencias de colocación. Entes autónomos con plantillas infladas. Cargos que se crean para repartir, no para resolver.
Ya no se trata solo de acomodar gente. “Es verdad que la intendencia puede trabajar y funcionar eficientemente con menos funcionarios”, reconoció el intendente electo de Artigas, “pero habría familias del departamento que quedarían sin oportunidad”. La confesión perfecta. La admisión sin pudor de que se subsidia la ineficiencia.
A esto se suma otra función del gasto: la preservación de un imaginario. Muchas de las transferencias, subsidios y programas apuntan a sostener la ilusión de que Uruguay es una sociedad igualitaria y cohesionada.
En el fondo, muchas de estas me-didas actúan como una anestesia frente a desigualdades estructurales más profundas. Un sistema educativo que reproduce la segmentación social, un mercado laboral que excluye a los jóvenes, una economía que no se renueva.
El gasto, así entendido, no soluciona problemas. Los disimula. En lugar de usar los recursos para transformar el país, se los usa para que nada moleste demasiado. Para que todo siga, más o menos, igual. El Estado subsidia el estancamiento en nombre de la estabilidad y lo hace con frases huecas que suenan importantes, pero no significan nada.
El Instituto Nacional de Colonización asegura que su cometido es “mantener y ampliar los recursos naturales disponibles para la producción agropecuaria en el ámbito de la gestión estatal”.
Cada palabra parece cuidadosamente elegida para impresionar, mientras oculta la total ausencia de criterios medibles o rendición de cuentas. “Ampliar recursos naturales” puede significar cualquier cosa o nada. “Gestión estatal” suena serio, pero no dice nada sobre eficiencia o impacto. Es una tautología disfrazada de política: el Estado debe gestionar porque debe gestionar.
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Está instalada la idea de que un presupuesto ejecutado es sinónimo de buena gestión. Se premia la ejecución, aunque no se sepa para qué sirvió. ¿Dónde están los resultados? ¿Dónde está el impacto?
Construimos un sistema de política pública basado en el mínimo riesgo y el máximo reparto. Una cultura presupuestal que protege a las instituciones de los cambios, en lugar de empujarlas a cumplir con sus propósitos. Una corrupción sin ladrones, pero con víctimas.
Los políticos entienden que los votantes castigan más los recortes visibles que lo que premian las eficiencias invisibles. Que es mejor financiar todo a medias que priorizar. Que es más conveniente pedir prestado al futuro que decepcionar al presente. Y así, el sistema se adapta para preservarse a sí mismo, no para servir a la ciudadanía.
Al final, el cartel de US$ 700.000 y los millones para Colonización no son anomalías. Son la consecuencia inevitable de una lógica que premia el gasto como fin en sí mismo. Son también el espejo incómodo de una sociedad que tolera el derroche estatal mientras se tranquiliza creyendo con ingenuidad que no la están robando.