De la milonga,al tango llorón

| Volviendo de la Cancha

Como un presagio la tarde se hizo noche a eso de las cuatro. Chile movió y desde entonces, por 60 minutos, sería ese uno de los escasos aportes a un espectáculo que, de inmediato, debió ser sostenido por la inteligencia de Verón, la técnica maravillosa de Aimar, la habilidad y la insolencia de Andrés D’ Alessandro.

La selección argentina fue creciendo durante el primer tiempo hasta que el último de los gritos hostiles preparados para Marcelo Bielsa se fue perdiendo como el silbido de un tren que se aleja. Hacia el final del período el romance se había restablecido.

Despabilado y audaz, dueño de la pelota y dos tercios del terreno, el equipo albiceleste, con su dominio sostenido, invitó a sospechar que Chile era la nada misma.

Dos goles magníficos, mil paredes precisas, y lujos que abrumaban a sus adversarios, fueron parte de un menú en el que cada plato, era cocinado con el recetario del buen fútbol en la mano.

Los trasandinos lucían anonadados, perplejos, impotentes. Nadie dudaba de que el partido tendría por los menos cuatro goles...

Los primeros quince del segundo tiempo sólo sirvieron para subrayar la apoteosis del fútbol argentino, y su dominio incontrastable. Traían en su vientre, sin embargo, la maldición de la ineficacia, y de a poco el defecto comenzó a notarse, porque al elogio por las buenas acciones ofensivas seguía de inmediato el desencanto por los goles desperdiciados.

Entonces sucedió lo que tiene que acontecer en estos casos. En un instante, como un pájaro modifica su rumbo, cambió el partido. Al igual que un pescador al que en la tarde más serena del planeta, un viento repentino le arrebata el sombrero, y se queda impávido tratando de entender lo sucedido, el seleccionado de Bielsa recibió el primer gol de Chile.

Los rojos se subieron a la lona, se pusieron de pie, armaron la guardia, y se lanzaron hacia su rival. Las matemáticas decían que había un solo gol de diferencia por más que las distancias futbolísticas parecieran expresar lo contrario. Chile había convertido en decorosa una tarde de oprobio.

¿Por qué no permitirse ahora el sueño de una gran jugada colectiva que terminase con un bonito gol, que hiciera de la milonga que le había dado la Argentina, un tango triste y llorón, ese que se baila con la melancolía de saber cómo debió ser la historia y cómo es en realidad?

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