El primer requisito para entablar un intercambio de ideas constructivo y generar los consensos imprescindibles para el funcionamiento armonioso de una sociedad democrática es definir los más precisamente los términos. No es algo frecuente. Así lo demuestra el caso del concepto de terrorismo.
El Diccionario de la Real Academia define al terror como un “miedo muy intenso” y al terrorismo como la “sucesión de actos de violencia ejecutados para infundir terror”. Está claro que estos actos pueden ser ejecutados tanto por actores gubernamentales como no gubernamentales. Pero, a pesar de que existe una condena general al terrorismo, los problemas comienzan cuando se trata de definirlo con precisión jurídica y con un alcance general a toda la comunidad internacional.
Así lo demuestra la Convención interamericana contra el terrorismo. Este tratado multilateral regional fue aprobado por la Asamblea General de Estados Americanos en junio de 2002 y ratificado por nuestro país en el 2007. La Convención considera que el “terrorismo constituye una grave amenaza para los valores democráticos y para la paz y la seguridad internacionales y es causa de profunda preocupación para todos los Estados Miembros” y reafirma “la necesidad de adoptar en el sistema interamericano medidas eficaces para prevenir, sancionar y eliminar el terrorismo mediante la más amplia cooperación”. Muy bien, pero, el tratado no define expresamente lo que entiende por terrorismo, sino que se remite a las definiciones de terrorismo en diez instrumentos internacionales que enumera en su artículo segundo.
La definición de terrorismo aprobada por el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas en 2004 enumera tres elementos.
Primero, las acciones. La Resolución se refiere “a los actos criminales, inclusive contra civiles, cometidos con la intención de causar la muerte o lesiones corporales graves o de tomar rehenes” y que constituyen delitos definidos en los tratados relativos al terrorismo.
Segundo, el fin: “provocar un estado de terror en la población en general, en un grupo de personas o en determinada persona, intimidar una población u obligar a un gobierno o a una organización internacional a realizar un acto, o a abstenerse de realizarlos”.
Tercero, la consecuencia: esos actos no admiten “justificación en circunstancia alguna por consideraciones de índole política, filosófica, ideológica, racional étnica, religiosa u otra similar”.
La condena debería recaer en todos los actos de terrorismo, independientemente de quien los cometa.
La divisa “no al terrorismo de Estado”, tan manida en nuestro país, es parcial, engañosa, porque excluye de la condena una de las principales fuentes del terrorismo, el realizado por organizaciones no gubernamentales. En realidad, si se examinan las convenciones sobre el tema, en la mayoría de los casos su objetivo son las acciones cometidas por entidades no estatales. Incluyendo, por ejemplo, a Al-Quaeda o, en otra escala, ETA. ¿Alguien puede negar que poner una bomba de clavos en un supermercado, en la hora más concurrida, es un acto de terrorismo? ¿Acaso no es condenable?
El ministro García tuvo razón cuando afirmó que “torturar, matar, desaparecer es repudiable siempre” y que la así llamada “Cárcel del pueblo” fue “expresión del brutal terrorismo que asoló la democracia” antes de 1972.