Siempre hacía frío, claro era el 19 de junio víspera de la llegada del invierno y se trataba de la primera fecha patria que se celebraba con un acto en el patio del Colegio. En mi caso, los Maristas de la avenida 8 de Octubre. La semana anterior había dos días de ensayo. Después del recreo largo nos formábamos en el patio todos los alumnos de Primaria, dejando un amplio pasillo en el medio para que pasaran los abanderados que practicaban la entrada y la salida del estrado con las tres banderas: la uruguaya, la de Artigas y la de los Treinta y Tres.
Cantábamos el Himno Nacional, luego prometíamos la Bandera, y al cierre entonábamos la Marcha a mi bandera, bajo la batuta de la profesora de canto que con pasión trataba que nuestras voces sonaran lo menos desentonadas posible. Después era el turno de los grandes, los alumnos de Liceo, el ensayo era casi un calco del nuestro, la única diferencia radicaba en que ellos juraban fidelidad a la bandera.
El día del acto, nos acompañaban nuestros padres y también asistían los abuelos y, en algunos casos, tíos o padrinos. Lo hacían con alegría y no por obligación. Sentían orgullo de que su hijo, su nieto, sobrino o ahijado, prometiera o jurara la bandera, y si además era uno de los abanderados no ocultaban su alegría. Con el transcurso del tiempo, entendí porqué los mayores le daban tanta importancia a aquella ceremonia. Y fue cuando me tocó acompañar a mis hijos a cumplir con el rito, que sentí la misma emoción que mis padres habían experimentado décadas atrás.
Sin juramento, pero con un ceremonial similar, celebrábamos el 25 de agosto. Recuerdo muy claramente cómo las maestras y los hermanos Pascual y Francisco (alemanes de nacimiento, pero criollos hasta la médula por elección), nos hablaban del desembarco de los Treinta y Tres Orientales, la epopeya de Artigas y la Declaración de la Florida.
Desde muy niños, el Desembarco de los Treinta y Tres, Artigas en la puerta de la Ciudadela, pintados por Juan Manuel Blanes, y la Asamblea de la Florida de Eduardo Amézaga, ayudaron a ponerle rostro a nuestros héroes y hechos heroicos. Con láminas, textos, lecturas y hasta canciones, nos hacían conocer nuestro proceso independentista, y a despertar el sentimiento y el orgullo de ser oriental.
Nunca sentí presión y mucho menos violencia, mis hijos tampoco. Todo lo contrario. Los actos patrios eran una fiesta que se prolongaba en mi casa, en las tardes, con un chocolate que mi madre preparaba y que reunía a mis padrinos y los de mis hermanos. Aún los recuerdo y no puedo evitar emocionarme.
Dicen que lo que se siembra en la infancia, germina en la adolescencia y da frutos en la adultez. Hace mucho tiempo que sé que gracias a mis padres y abuelos, a aquellas maestros y hermanos Maristas y a varios de los profesores que tuve en el Liceo y en los Preparatorios en el viejo Liceo Rodó, aprendí a amar a mi país y a admirar a nuestros héroes.
Sostener que se ejerce violencia institucional por cantar la Marcha a mi bandera o prometer la bandera, es demencial.
Hoy que han transcurrido tantas décadas de que prometí la Bandera, sigo sintiendo que “es la enseña de mi Patria. La bandera bicolor”…