La metáfora del cordón sanitario refiere al menos a dos episodios distintos aunque similares.
Por un lado, el aislamiento de las potencias occidentales a la república socialista de Béla Kun en Hungría en 1919; por otro lado, la exclusión del poder del Partido Comunista (PC) en Francia e Italia luego de la segunda guerra mundial y hasta los años setenta.
Los casos francés e italiano son ilustrativos. Sus respectivos PC votaban muy bien, pero en las circunstancias de la Guerra Fría era impensable que accedieran al poder. Distintas coaliciones parlamentarias condujeron así por varias décadas a ambos países con enorme éxito económico, social y político: fueron los años de la reconstrucción y el crecimiento sostenido, que los modernizó radicalmente y terminó situándolos entre las principales potencias mundiales, como lo muestra, por ejemplo, la formación del G-6 que los tuvo como protagonistas en 1975.
El cordón sanitario significaba entonces que estas democracias liberales aceptaban la vigorosa existencia cultural, gremial y electoral del PC con sus compañeros de ruta, pero que a su vez llevaban adelante políticas muy alejadas de lo que proponía esa izquierda radicalizada. Esas políticas contaban con apoyos de distintos partidos que actuaban en coalición, y que se legitimaban en las urnas porque, juntos, representaban a las amplias mayorías ciudadanas de sus países.
Uruguay tiene un modelo histórico de coparticipación en el poder que es el secreto de su construcción republicana y su larga estabilidad democrática. Su expresión, desde la revolución de las Lanzas en 1870 hasta las coaliciones de la década de 1990, pasando por coparticipaciones y colegiados, es amplia y diversa, pero siempre cumple el objetivo de no dejar fuera del sino del país a las partes políticas y relevantes que lo conforman.
Ese modelo fue explícitamente roto por el Frente Amplio (FA). Desde la oposición, quizá el momento más evidente fue la derrota interna de Seregni en 1996 y su renuncia de febrero.
Desde el gobierno, su expresión fue una conducción mayoritaria y excluyente que desdeñó por 15 años a la que fue la otra mitad del país. Ahora que representará al 39% por 5 años, se plantea una razonable duda acerca de qué camino tomará: si mantendrá la división radical con respecto a la otra parte del país; o si el paso del tiempo lo habrá hecho valorar mejor el viejo modelo de coparticipación.
Si el ADN leninista termina primando en el FA, la izquierda seguirá conjugando el nosotros contra ellos. Y si es así, lo que no puede ocurrir de nuevo es el error de los años 1985- 2005 de pretender, una y otra vez, que el FA se integre al avance del país. Porque ese error desgastó a aquellas mayorías, no impidió el ascenso electoral del FA, y terminó costando 15 años de autocomplacencia izquierdista.
Con un FA de talante leninista hay que aplicar el cordón sanitario. Es decir, hay que gobernar con rumbo reformista, plural, modernizador, legitimado por amplias mayorías en las urnas y con un horizonte de mayor desarrollo, y aceptar sin culpas que de él quede excluida una izquierda tribal, radicalizada y cada día más seducida por un populismo infame.
El cordón sanitario quizá sea lo que mejor termine describiendo al Uruguay político de los próximos lustros.