Colgados del pincel

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Se habla mucho de la vigencia de los conceptos derecha e izquierda.

Según las definiciones tradicionales, derecha equivale a conservadurismo e izquierda a progresismo. Pero ya en el Uruguay de la posdictadura esos paradigmas empezaron a crujir, cuando los partidos fundacionales intentaron (muchas veces sin éxito) un reformismo liberal, auténticamente progresista, pero chocaron con un pensamiento de izquierda dominante que era y sigue siendo partidario del statu quo. El aún vigente coqueteo del FA con mantener la edad de retiro jubilatorio y el sistema de reparto cien por ciento estatal es un buen ejemplo de ello: apelan a un conservadurismo ciego que presupone la existencia de un Estado protector indestructible, productor de riqueza por generación espontánea. Desde entonces, toda reforma tendiente a liberalizar la economía, como tercerizar servicios no esenciales, flexibilizar las relaciones laborales y otorgar autonomía a los centros educativos, ha sido vista como “neoliberal”, nueva acepción de la palabra “caca” según el diccionario progre. Cualquier semejanza de esto con las desautorizaciones que recibe el ministro Oddone de su propio gobierno no es mera coincidencia.

Si será gracioso el manejo intencionado del lenguaje para sacralizar o satanizar políticas, que en EE.UU. el concepto “liberal” tiene un significado contradictorio al que le asignamos en nuestros pagos.

Pero desde el ascenso de Donald Trump como CEO, que no presidente, de su país, la inconsistencia de los significados asignados a derecha e izquierda llegó a su máximo.

Porque resulta que la reacción conservadora de la izquierda latinoamericana ha rechazado siempre la economía de mercado y optado por el proteccionismo, adicionando a ello una desconfianza instintiva por las democracias pluralistas y un apego al dirigismo estatal. Ahora en la potencia del norte, quien mejor encarna esos disvalores es justamente Donald Trump. La izquierda no comulga con Zelenski (aunque Putin sea un ultraderechista rabioso) igual a como no lo hace Trump, que se dedica a bardear al presidente ucraniano sin piedad. El CEO yanqui parece más dedicado a pactar un reparto del mundo con Rusia y China que a liderar la defensa de los valores occidentales en un mundo infectado de totalitarismo.

Los países que tomamos decisiones con base en el respeto a la democracia y los derechos humanos quedamos así colgados del pincel. La historia de Neville Chamberlain pactando con Hitler parece que vuelve a repetirse.

En Uruguay Trump es cuestionado por esa izquierda ambiental que se respira en la calle, pero uno se pregunta si su irracionalidad proteccionista no les caerá simpática en el fondo.

El viejo dilema ideológico se está descascarando más rápido de lo previsto.

La gente común, que elige o sostiene a los gobiernos, ya no opta entre demócratas y dictadores, sino entre políticos ineficientes -así percibe a los primeros- y sátrapas prepotentes que saben imponer relatos, como ve a los segundos.

Es una nueva versión de la rinocerontitis que nos mostraba Ionesco: la pérdida del humanismo, la consagración de lo utilitario por sobre los valores intangibles, el desprecio por la cultura y la entronización del éxito material.

En Francia, extremistas de derecha e izquierda han votado juntos para excretar del sistema a políticos de centro, liberales en el buen y único sentido de la palabra.

Acá, los fachos y focas que pelean a las trompadas y patadas en el barro de las redes, en el fondo, se tienen ganas.

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